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cimos... Encontramos al capitán con uniforme de
gala, al capellán con estola al cuello; en un rincón,
entre dos peñascos, un grumete con los ojos abier-
tos... parecía vivo aún; ¡pero, no! Estaba resuelto
que no se había de librar nadie...
Al llegar el patrón aquí, se interrumpió, gritan-
do:
-¡Atención, Nardi, que se apaga la lumbre!
Nardi echó en el brasero dos o tres pedazos de
tablones embreados, que se inflamaron, y Lionetti
continuó:
-He aquí lo más triste de esta historia... Tres
semanas antes del siniestro, una pequeña corbeta,
que iba a Crimea, lo mismo que la Ligera, naufragó
de idéntico modo y casi en el mismo sitio; sólo que
aquella vez logramos salvar la tripulación y veinte
soldados de ingenieros que iban a bordo... ¡Ya se
ve: esos pobres tiralíneas no estaban en su elemen-
to! Se les condujo a Bonifacio y los tuvimos dos dí-
as con nosotros en la marina... Una vez que se
A L F O N S O D A U D E T
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secaron bien y se pusieron en pie, ¡buenas noches,
buena suerte! ¡Volvieron a Tolón, donde poco
tiempo después los embarcaron de nuevo para Cri-
mea!... ¿A que no adivina usted en qué buque?... ¡En
la Ligera, señor!... Los encontramos a todos veinte,
tumbados entre los muertos, en el sitio donde esta-
mos... Yo mismo reparó en un lindo sargento de fi-
nos bigotes, un pisaverde de París, a quien había
dado cama en mi casa y que nos había hecho reír
todo el tiempo con sus historias... Al verlo allí, se
me partió el corazón... ¡Ah, Santa Madre! ...
Al decir esto, el honrado Lionetti sacudió, con-
movido, la ceniza de su pipa y se envolvió en su ca-
potón, dándome las buenas noches... Durante algún
tiempo, aun charlaron entre sí a media voz los ma-
rineros... Después, una tras otra, se apagaron las pi-
pas... No se habló más... Marchóse el pastor viejo...
Y yo me quedé solo a soñar despierto, en medio de
la tripulación dormida.
Bajo la impresión del lúgubre relato que acababa