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madre subió a acostarlos, el padre, encendiendo el
farol, fuése a inspeccionar la costa, y nosotros per-
manecimos velando a nuestro enfermo, que se agi-
taba en su camastro cual si aun estuviese en alta
mar, zarandeado por el oleaje. Para calmar un poco
su puntura, hicimos calentar guijarros y ladrillos, po-
niéndoselos en el costado calientitos. Una o dos ve-
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ces, al acercarme a su lecho, me conoció el infeliz, y
para darme las gracias me tendió trabajosamente la
mano, una manaza rasposa y ardiente cual uno de
esos ladrillos sacados del fuego.
¡Triste velada! Fuera habíase recrudecido el
temporal con la conclusión del día, y era aquello un
estrépito, una descarga cerrada, un surgidero de es-
pumarajos, la batalla entre los peñascos y las aguas.
De vez en cuando, un golpe de viento de alta mar
lograba colarse en la caleta y envolvía nuestra casa.
Conocíase por la súbita crecida de las llamas, que
iluminaban de pronto los mohinos rostros de los
marineros, agrupados en derredor de la chimenea y
mirando el fuego con esa plácida expresión que da
el hábito de las grandes perspectivas y de los hori-
zontes inmensos. También, a veces, quejábase Pa-
lombo con dulzura. Entonces todos los ojos se
dirigían hacia el rincón obscuro, donde el pobre
compañero estaba en el trance de morir, lejos de los
suyos y sin ayuda, y acongojados los pechos, oíanse
grandes suspiros. Eso es todo cuanto arrancaba a
aquellos trabajadores del mar, pacienzudos y dulces,
el sentimiento de su propio infortunio. Nada de
motines ni de huelgas.
C A R T A S D E M I M O L I N O
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¡Un suspiro, y nada más! Sin embargo, me equi-
voco. Al pasar uno de ellos por delante de mí para
echar al fuego un haz de leña, me dijo con voz baja
y conmovida:
-¡Ya ve usted, señor, que pasan muchos tor-
mentos en nuestro oficio!
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