Página 40 de 111
si le hubieseis visto venir hacia mí, con los brazos
extendidos, abrazarme, apretarme las manos, correr
trastornado por el cuarto, diciendo:
-¡Dios mío, Dios mío!
Reíansele todas las arrugas de la cara. Estaba´
rojo. Tartamudeaba.
-¡ Ah, caballero! ¡Ah, caballero!
Luego se iba al fondo, llamando:
C A R T A S D E M I M O L I N O
69
-¡Mamette!
Abrese una puerta, suena por el pasillo un trote-
cito de ratón. Era Mamette. Nada tan lindo como
aquella viejecita con su gorro de casco, su hábito
carmelita y el pañuelo bordado, que tenia en la ma-
no por honrarme, a la antigua, usanza. ¡Cosa enter-
necedora: se asemejaban! Con papelina y cocas
amarillas, también él hubiera podido llamarse Ma-
mette. Sólo que la verdadera Mamette había debido
llorar mucho en su vida, y aun estaba más arrugada
que la otra. También, como la otra, tenía junto a sí
una niña del asilo de huérfanas, guardianita con es-
clavina azul que jamás la abandonaba, y el ver esos
viejos protegidos por esas huérfanas, era lo más,
conmovedor que imaginarse pueda.
Al entrar había comenzado Mamette por ha-
cerme una gran reverencia; pero el viejo le cortó por
la mitad la susodicha reverencia con cuatro pala-
bras.
-Es amigo de Mauricio.
Y cátate que enseguida tiembla, llora, pierde el
pañuelo, se pone encarnada, muy roja, aun más roja
que él. -¡Esos viejos! No tienen mas que una gota
de sangre en las venas, y á la menor emoción se les
sube a la cara.
A L F O N S O D A U D E T
70
-¡ Pronto, pronto una silla! -dice la vieja a su
niña.
-¡ Abre los postigos! -grita el viejo a la suya.
Y cogiéndome cada cual por una mano, llevá-
ronme de un trote a la ventana, abierta de par en
par, con objeto de verme mejor. Acercan los sillo-
nes, me instalo entre ambos en una silla de tijera, se
ponen detrás de nosotros, las dos niñas de azul, y
comienza el interrogatorio