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arrastraban, caían, volaban, trepaban por las blancas
paredes, con una sombra gigantesca que duplicaba
su fealdad. Y siempre aquel olor pestífero. En la
comida tuvimos que pasarnos sin agua. Las cister-
nas, las fuentes, los pozos, los víveres de pesca, to-
do estaba inficionado.
Por la noche, en mi alcoba, donde, sin embargo,
se habían matado grandes cantidades, oí aún rebu-
llicio debajo de los muebles, y ese crujir de élitros
parecido al peterreo de los dientes de ajo que esta-
llan con los calores fuertes.
Aquella noche tampoco pude dormir.
Por otra parte, todos estaban despiertos alrede-
dor de la granja.
A flor de tierra serpeaban llamaradas, de un ex-
tremo a otro de la llanura.
Los turcos continuaban matando.
Al día siguiente, cuando abrí la ventana como la,
víspera, la langosta había partido. Pero, ¡que ruina
dejaron tras de sí! Ni una flor, ni una brizna de
hierba; todo estaba negro, corroído, calcinado. Los
bananos, los albaricoqueros, los abridores, los na-
C A R T A S D E M I M O L I N O
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ranjos mandarines sólo se distinguían por el aspecto
de sus desnudas ramas, sin el encanto y la ondula-
ción de hojas que constituye la vida de los árboles.
Emprendíase la limpieza de los cauces de agua, de
los aljibes. Por todas partes había peones cavando la
tierra para destruir los huevos puestos por los in-
sectos. Cada terrón era destripado, rompiéndolo
con esmero. Y el corazón se oprimía al ver las mi,
raíces blancas, llenas de savia, que, aparecían en
esos destrozos de tierra fértil...
A L F O N S O D A U D E T
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EN CAMARGUE
LA PARTIDA
Gran rumor en el castillo. El mensajero acaba
de traer un recado del guarda, medio en francés me-
dio en provenzal, anunciando que han pasado ya
dos o tres buenas bandadas de galejones, de carlotinas,
y que tampoco faltaban otras aves de primera.
«Es usted de los nuestros», me han escrito mis
amables vecinos. Y esta mañana a las cinco ha veni-