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(acequias). Ese oficio de perpetuo espía, es quizá lo
que le hace tal callado y taciturno. Sin embargo,
mientras el carret0n cargado de escopetas y de ces-
tas va delante de nosotros, nos da noticias acerca de
la caza, el número de bandadas de paso, los cuarte-
les en que han tomado tierra las aves emigrantes.
Mientras hablarnos nos internamos en la comarca.
A L F O N S O D A U D E T
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Pasados los terrenos de cultivo, estamos ya en
plena Camargue montaraz. Lagunas y acequias relu-
cen hasta perderse de vista entre los pastos y las sa-
licarlas. Bosquecillos de tamariscos y de cañas
ondulan como un mar tranquilo. Ningún árbol ele-
vado turba el aspecto liso, inmenso, de la llanura.
De tarde en tarde, apriscos de ganado extienden su
baja techumbre casi a nivel del suelo. Los rebaños
dispersos, tumbados en las hierbas salitrosas, o ca-
minando apretados en torno de la roja capa del
pastor, no interrumpen la gran línea uniforme, em-
pequeñecidos como se ven por ese espacio infinito
de horizontes azules y claro cielo. Como del mar,
plano a pesar de su oleaje, despréndese de esa llanu-
ra una sensación de soledad, de inmensidad, au-
mentada por el mistral que sopla sin descanso, sin
obstáculos, y que, con su poderoso aliento, parece
aplanar y engrandecer el paisaje. Todo se doblega
bajo él. Los menores arbustos conservan la huella
de su paso, quedan torcidos, tumbados hacia el sur,
con la actitud de, una perpetua fuga...
C A R T A S D E M I M O L I N O
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II
LA CABAÑA
Un techo de cañas, unas paredes de cañas secas
y amarillas: tal es la cabaña. Así se llama nuestro
punto de cita para la caza. Tipo de la casa camar-
guesa, la cabaña no consta de más habitaciones que
una sola, alta, grande, sin ventana; entra la luz por
una puerta vidriera, que se cierra de noche con pos-
tigos. A lo largo de los paredones enlucidos, blan-
queados con cal, hay armarios para colocar las