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baña, hay otra parecida aunque más rústica. Allí es
donde habita nuestro guarda, con su mujer y sus
dos hijos mayores: la moza, que cuida de la comida
de los hombres y compone las redes para la pesca;
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el mozo, que ayuda a su padre a levantar las artes y a
vigilar las compuertas (martiliéres) de los estanques.
Los dos más jóvenes están en Arlés, en casa de la
abuela, y permanecerán allá hasta que hayan apren-
dido a leer y celebrado la primera comunión, pues
aquí están demasiado lejos la iglesia y la escuela,
además de que el aire de Camargue no vendría bien
a esas criaturas. El hecho es que al llegar el verano,
cuando las charcas se quedan en seco y el blanco
légamo de las acequias se agrieta con los grandes
calores, la isla se vuelve inhabitable. Eso lo vi tina
vez en el mes de agosto, viniendo a cazar ánades
silvestres, y nunca olvidaré el aspecto triste y feroz
de este paisaje abrasado. De sitio en sitio humeaban
al sol los estanques como inmensas cubas, conser-
vando en el fondo un resto de vida que se agitaba,
un hormigueo de salamandras, arañas y moscas de
agua en busca de rincones húmedos. Había allí un
aire pestífero, una bruma de miasmas densamente
flotante, aun más espesa por innumerables torbelli-
nos de mosquitos. Todo el mundo tiritaba en casa
del guarda, todo el mundo tenía fiebres, y daba pena
ver las caras amarillas y largas, los ojos agrandados
y con ojeras, de aquellos infelices condenados a
arrastrarse durante tres meses bajo ese ancho sol
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inexorable que abrasa a los febricitantes y no logra
hacerlos entrar en calor... ¡Triste y penosa vida la de
guardacaza en Camargue! Todavía éste tiene junto a
sí su mujer y sus hijos: pero dos leguas más lejos, en
la marisma, vive un guarda de caballos, absoluta-