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gamos lo mismo.
Nos metimos por un sembrado de trigo morisco
junto al bosque, un gran campo blanco y negro, en
flor y granado, con aroma de almendra. Picoteaban
también allí unos hermosos faisanes de irisadas
plumas, bajando sus crestas rojas de miedo de ser
vistos ¡Ah! ¡Estaban menos altivos que de costum-
bre! Mientras comían, nos pidieron noticias y nos
preguntaron si había caído alguno de los suyos. Du-
rante este tiempo, el almuerzo de los cazadores, si-
lencioso al principio, íbase haciendo cada vez más
bullanguero; oíamos chocar las copas y saltar los
corchos de las botellas. El viejo advirtió que ya era
hora de irnos a nuestro refugio.
Dijérase que a la sazón el bosque estaba dur-
miendo. La charca adonde van los gamos a beber
no estaba enturbiada por ningún lengüetazo. Ni un
A L F O N S O D A U D E T
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hocico de conejo entre los serpoles del vivar. Sólo
se oía un estremecimiento misterioso, como si cada
hoja, cada brizna de hierba resguardase una vida
amenazada. ¡Esa caza de monte tiene tantos escon-
drijos! Las gazaperas, la montanera, las faginas, las
malezas y además los hoyos, esos hoyitos de bosque
que conservan por tanto tiempo el agua después de
haber llovido. Confieso que me hubiera gustado es-
tar en el fondo de uno de esos agujeros; mas mi
acompañante prefería permanecer al descubierto,
tener anchuras, ver a lo lejos y sentir ante sí el cam-
po libre. Bien hicimos, porque los cazadores pene-
traban en la selva.
¡Oh! Jamás olvidaré aquella primera descarga en
el bosque, aquel tiroteo que horadaba las hojas co-
mo el granizo en Abril y dejaba señales en las corte-
zas de los árboles. Un conejo pasó huyendo a la
carrera a través del camino, arrancando matitas de
hierba con sus uñas extendidas. Una ardilla bajó
velozmente de un castaño, dejando caer castañas
aun verdes. Sintiéronse dos o tres pesados revuelos
de gordos faisanes y un tumulto entre las ramas ba-
jas y las hojas secas, al viento de ese escopetazo que