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A L F O N S O D A U D E T
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en silencio... Había concluido aquello. Entonces re-
gresamos despacio a la llanura, para saber noticias
de nuestra gente. Al pasar por delante de la casita de
madera, vi una cosa horrible.
Al borde de un hoyo, unos junto a otros, yacían
liebres de rojo pelo y conejillos grises de cola blan-
ca, con las patitas juntas por la muerte, en ademán
de pedir misericordia, y con ojos empañados, que
parecían llorar; además, perdices rojas, machos de
perdiz grises, con la herradura como mi camarada, y
perdigoncillos de aquel año que tenían como yo
pelusa debajo de las plumas. ¿Hay algo más triste
que un ave muerta? ¡Las alas son tan vivas! El verlas
plegadas y frías hace temblar... Un gran corzo, mag-
nífico y tranquilo, parecía que estaba durmiendo con
su lengüecita sonrosada fuera de la boca, cual si aun
fuese a lamer.
Y allí estaban los cazadores, inclinados sobre
aquella carnicería, contando y tirando hacia sus mo-
rrales de las patas sangrientas y de las alas rotas, sin
respeto a todas esas heridas recientes. Los perros,
atraillados para el camino, fruncían, aun sus hocicos
en ristre, como si se dispusiesen a lanzarse de nuevo
a los tallares del soto.
C A R T A S D E M I M O L I N O
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¡Oh, mientras el ancho sol se ponía por allá
abajo y se marchaban todos jadeantes, alargando sus
sombras sobre los terrones de los surcos y las sen-
das húmedas con el sereno del crepúsculo, cómo
maldecía yo, cómo detestaba a toda la banda, hom-
bres y animales!... Ni mi compañero ni yo teníamos
ánimo para lanzar, como de costumbre, unas notitas
de despedida a ese día que acababa.
En nuestro camino encontramos infelices beste-
zuelas, muertas por un extraviado perdigón de plo-
mo y abandonadas allí a las hormigas; musgaños
con el hocico lleno de polvo, picazas, golondrinas
derribadas al vuelo, tendidas de espaldas y levan-
tando sus rígidas patitas hacia el cielo, de, donde