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con su vocecita de ratón, y ambos se ponían a ru-
miar uno frente a otro, tranquila y sencillamente, sin
sospechar siquiera que pudiese haber la más mínima
ridiculez en conducirse en París como en Munich.
Lo cierto es que formaban una pareja original y
simpática, y conseguimos pronto llegar a ser buenos
amigos. El bueno del hombre, viendo el gusto con
que lo escuchaba al hablarme del Japón, habíame
pedido que revisara su Memoria, y yo me apresuré a
A L F O N S O D A U D E T
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aceptar el encargo, tanto por, amistad hacia ese viejo
Simbad, como por enfrascarme más y más en el es-
tudio de ese hermoso país, el amor al cual me había
transmitido. No dejó de costarme trabajo el hacer la
tal revisión. Toda la Memoria estaba escrita en el
estrafalario francés que hablaba el señor de Sieboldt:
«Si yo tendría accionistas... si yo reuniría fondos»...
esos defectos de pronunciación que le hacían escri-
bir por lo regular: «Los grandes botes del Asia» por
«los grandes vates del Asia» y «el Jabón» en lugar de «el
Japón» ... Únase a esto, frases de cincuenta líneas sin
punto ni coma, sin ningún descanso para respirar, y
sin embargo, tan bien clasificadas dentro del cere-
bro del autor, que le parecía imposible suprimir ni
una sola palabra, y cuando me ocurría quitar una lí-
nea de un lado, inmediatamente la transportaba él
un poco más lejos... ¡Lo mismo da! El hecho es que
ese demonio de hombre era tan interesante con su
Jabón, que me hacía olvidar las fatigas del trabajo, y
cuando llegó el día de la audiencia, la Memoria casi
podía ir por su pie.
¡Pobre veterano Sieboldt! Aun lo veo al irse a
las Tullerías, con todas sus cruces en el pecho, con
ese magnífico, uniforme de coronel (grana y oro)
que no sacaba del cofre sino en las grandes ocasio-
C A R T A S D E M I M O L I N O
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nes. Aun cuando todo el tiempo estaba ¡brum!