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creción que usted muestre.
Esto ya no era un ruego, sino una orden, y una orden
apoyada por una promesa. El hombre a quien se dirigía se
apresuró a obedecer. Y en pie, en el umbral del pabellón, en
torno del cual se hacían más densas las sombras de la noche,
Dalassene le siguió con la vista por la calle de árboles que
conducía a la casa, cuyas ventanas empezaban a iluminarse.
Cuando le vio desaparecer, se entró en el pabellón, muy
conmovido y con el corazón angustiado, preguntándose si su
antigua prometida consentiría en recibirle y si evitaría el en-
contrarse con su abuelo.
H A C I A E L A B I S M O
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III
En las habitaciones de la condesa de Entremont se esta-
ba acabando la cena; todos se habían levantado de la mesa y
los tres comensales, mientras se servía el café, estaban hablan-
do de las cosas del día, de las familias emigradas, de las que se
habían quedado en Francia y de los trágicos acontecimientos
que en ella se sucedían desde que los revolucionarios ocupa-
ban el poder.
Mausabré contaba con emoción estos terribles dramas,
de los que había sido testigo, y aunque hasta entonces él hu-
biera evitado los peligros, no por eso estaba menos compa-
decido por la suerte de los infortunados que, menos
dichosos que él, habían sido víctimas. El nombre de Da-
lassene no había sido pronunciado, ni Lucía quería que lo
fuese mientras su hermana tomase parte en la conversación.
En las palabras de Mausabré y en sus reticencias había adivi-
nado igual preocupación; era visible que el anciano esperaba,
para hablar a Lucía del pasado, que se hubiese alejado Clara,
así es que aquélla tenía prisa por encontrarse a solas con él.
E R N E S T O D A U D E T
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Con una seña, se lo hizo comprender a su hermana, que
acababa de poner en un velador, al lado de Mausabré, una
taza de café.
-Voy a dejaros -respondieron los ojos de Clara.