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ble resentimiento le había revelado hacía un momento su
lenguaje, se quedó delante de él silenciosa, confusa, no sa-
biendo por dónde comenzar a prepararle a la entrevista que
acababa de provocar.
-En vano lo niega usted, Lucía -dijo el anciano; tiene
usted un motivo de alarma y hace mal en ocultármelo, a mí,
el antiguo amigo de su padre.
El reproche la conmovió y, bien porque no le fuera po-
sible guardar más el secreto, bien porque hubiera concebido
la secreta esperanza de reconciliar a aquellos dos enemigos, se
decidió a confesar la causa de su turbación.
-¿No perdonará usted jamás a Roberto, señor de Mau-
sabré? -preguntó.
-¡Perdonarle! -exclamó con asombro el anciano. ¿A pro-
pósito de qué me lo pregunta usted? Sería preciso que él im-
plorase su perdón. ¿Le ha encargado a usted de solicitarlo?
H A C I A E L A B I S M O
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-No me ha encargado de nada. Pero, acaso, si estuviera
seguro de que los brazos de usted se abrirían...
Mausabré, más y más sorprendido, se había levantado.
-Para hablarme así, hija mía, es preciso que sepa usted
algo de ese hijo desnaturalizado. No hago a usted la injuria
de creer que está en relación con él ni que lo ha visto. Acaso,
sin embargo, él ha escrito a usted.
-No le he vuelto a ver desde el rompimiento de nuestros
esponsales y nunca me ha escrito. Acabo de saber que está en
la puerta de esta casa y debo creer que ha venido porque sabe
que está usted aquí.
-¿Cómo lo sabe? -exclamó Mausabré.
-La República sostiene espías en el Piamonte -respondió
Lucía.
-No tenía necesidad de venir aquí para encontrarme; po-
día verme en París.
-Habrá temido, acaso, comprometerse. He oído decir
que los jacobinos se vigilan unos a otros, y, al acercarse a us-
ted, hubiera corrido peligros...
-¿No los corre también en Turín? Si fuera conocido, le
detendrían las autoridades piamontesas y, sin duda, no se
sentaría tan pronto en los bancos de la Convención. Des-
pués, de todo -concluyó Mausabré, -sería de desear.