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Este periplo es aprovechado por el autor para hacer minuciosas y apasionantes descripciones de los lugares en los que transcurre la acción. Aunque Tartarín no es un personaje trágico, a la manera de Emma Bovary, el contraste entre lo que éste quiere ver y lo que realmente le sucede aparece con una lucidez cruda y mordaz.
Parodia del hombre atrapado entre la modernidad y el provincialismo, Tartarín -al igual que el Quijote- ya sólo puede vivir sus aventuras épicas en el terreno de la conversación. Podríamos decir que es un extraño pariente de madame Bovary con la diferencia de que en esta última las fantasías se materializan de forma aterradora e íntima. En cambio, las ficciones de Tartarín no lo aíslan de sus semejantes, al contrario, lo vuelven sumamente popular en su pueblo. Tartarín es -de nuevo como el Quijote- vehículo de transmisión de una épica del espíritu, que la misma vida tranquila y aburrida del burgués de provincias contradice, pero que debe existir como leitmotiv.
En Tartarín de Tarascón, Alphonse Daudet se burla afectuosamente de las manías de ese lector apasionado que cree (todos lo hemos creído alguna vez) poder convertirse en lo que lee: cuando Tartarín se transforma en turco, gracias a sus lecturas se vuelve más turco que los propios turcos (al igual que otros fueron más marxistas que Marx o más librecambistas que la Thatcher).
Quizá para nosotros, seres del fin del milenio situados en el umbral de la realidad virtual, sea ahora un lugar común el hecho de que la literatura y el arte en general nos proporcionen la posibilidad de entender y vivir otras experiencias humanas; pero El Quijote, Jack el fatalista, de Diderot, y Tartarín de Tarascón ya lo sabían perfectamente y nos lo mostraron con una sonrisa.
Carlos García-Tort
EPISODIO PRIMERO.
EN TARASCÓN
I. EL JARDIN DEL BAOBAB
Mi primera visita a Tartarín de Tarascón es una fecha inolvidable de mi vida; doce o quince años han transcurrido desde entonces, pero lo recuerdo como si fuese de ayer. Vivía por entonces el intrépido Tartarín a la entrada de la ciudad, en la tercera casa, a mano izquierda, de la carretera de Aviñón. Lindo hotelito tarasconés, con jardín delante, galería atrás, tapias blanquísimas, persianas verdes y, frente a la puerta, un enjambre de chicuelos saboyanos, que jugaban al tres en raya o dormían al sol, apoyada la cabeza en sus cajas de betuneros.