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En fin, delante del velador estaba sentado un hombre como de cuarenta a cuarenta y cinco años, bajito, gordiflón, rechoncho, coloradote, en mangas de camisa, con pantalones de franela, barba recia y corta y ojos chispeantes. En una mano tenía un libro; con la otra blandía una pipa enorme con tapadera de hierro, y mientras leía no sé qué formidable narración de cazadores de cabelleras, adelantaba el labio inferior en una mueca terrible, que daba a su buena faz de modesto propietario tarasconés el mismo carácter de bonachona ferocidad que reinaba en toda la casa.
Aquel hombre era Tartarín. Tartarín de Tarascón, el intrépido, el grande, el incomparable Tartarín de Tarascón.
II. VISTAZO GENERAL SOBRE LA BUENA CIUDAD DE TARASCÓN. LOS CAZADORES DE GORRAS
En la época de que os hablo, Tartarín de Tarascón no era todavía el Tartarín que ha llegado a ser, el gran Tartarín de Tarascón, tan popular en todo el mediodía de Francia. No obstante -aun en aquel tiempo-, ya era el rey de Tarascón.
Voy a deciros de dónde provenía su realeza.
Habéis de saber, en primer lugar, que en Tarascón todos son cazadores, desde el más grande hasta el más chico. La caza es la pasión de los tarasconeses, y lo es desde los tiempos mitológicos en que la Tarasca hacía de las suyas en los pantanos de la ciudad y los tarasconeses organizaban batidas contra ella. ¡Ya hace rato de esto, como veis!
Pues bien: todos los domingos por la mañana Tarascón toma las armas y sale de sus muros, morral a cuestas y escopeta al hombro, con grande algarabía de perros, hurones, trompas y cuernos. El espectáculo es magnífico; pero... no hay caza; la caza falta en absoluto.
Por muy animales que los animales sean, ya comprenderéis que, a la larga, han acabado por escamarse.
En cinco leguas a la redonda de Tarascón las madrigueras están vacías y los nidos abandonados. Ni un mirlo, ni una codorniz, ni un gazapillo, ni una becada.
¡Muy tentadores son, sin embargo, los lindos collados tarasconeses, perfumados de mirto, espliego y romero! Y aquellas hermosas uvas moscateles, henchidas de azúcar, que se escalonan a orillas del Ródano, ¡son tan endemoniadamente apetitosas!... Sí; pero detrás está Tarascón, y, entre la gentecilla de pelo y pluma, Tarascón tiene malísima fama. Hasta las aves de paso lo han señalado con una cruz muy grande en sus cuadernos de ruta, y cuando los patos silvestres bajan hacia la Camargue, formando grandes triángulos, y divisan de lejos los campanarios de la ciudad, el que va delante empieza a gritar muy fuerte: "Ojo" ¡Tarascón! ¡Ahí está Tarascón!", y la bandada entera da un rodeo.