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Todos se apuntaron en su carnet solicitando una piel, como quien pide una contradanza.
Sereno y amable como Sócrates en el momento de beber la cicuta, el intrépido tarasconés tenía una palabra para cada cual, una sonrisa para todos. Hablaba sencillamente, en tono afable; parecía como si antes de partir hubiese querido dejar detrás de sí un reguero de encantos, pesares y buenos recuerdos. Oyendo hablar de tal manera a su jefe, a los cazadores de gorras se les arrasaban los ojos en lágrimas, y aun algunos, como el presidente Ladeveze y el boticario Bezuquet, sentían remordimientos.
Los mozos de la estación lloraban en los rincones, y fuera, el pueblo miraba a través de las verjas y gritaba:
-¡Viva Tartarín!
Por fin sonó la campana. Un fragor sordo, un silbido desgarrador conmovió las bóvedas... ¡Al tren! ¡Al tren!
-¡Adiós, Tartarín!... ¡Adiós, Tartarín!...
-¡Adiós a todos!... -murmuró el grande hombre, y en las mejillas del bizarro comandante Bravidá dio un beso simbólico a su querido Tarascón.
Inmediatamente se lanzó a la vía y subió a un departamento lleno de parisienses, que creyeron morirse de miedo al ver llegar a aquel hombre extraño con tantas carabinas y revólveres.
XIV. EL PUERTO DE MARSELLA, ¡EMBARQUE! ¡EMBARQUE!
El 1 de diciembre de 186..., a mediodía, con un sol de invierno provenzal, tiempo claro, brillante, espléndido, los marselleses, espantados, vieron desembocar en la Canebiére un teur, ¡lo que se llama un teur!... Jamás habían visto uno semejante, aunque bien sabe Dios que no faltan teurs en Marsella.
¿Será preciso decir que el teur de que se trata era Tartarín, el gran Tartarín de Tarascón, que iba por los muelles, seguido de sus cajas de armas, su botiquín y sus conservas, en busca del embarcadero de la Compañía Touache y del vapor Zuavo, en que se iba "allá"?
Sonoros aún en sus oídos los aplausos tarasconeses, embriagado por la luz del cielo y el olor del mar, Tartarín, radiante, con sus fusiles al hombro y la cabeza alta, iba mirando con ojos de asombro el maravilloso puerto de Marsella, que veía por primera vez y que le ofuscaba... El pobre creía estar soñando. Le parecía que se llamaba Simbad el Marino y que vagaba por alguna de aquellas ciudades fantásticas de las Mil y una noches.
Una maraña de mástiles y vergas, cruzándose en todos sentidos hasta perderse de vista.