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Tartarín creyó advertir que le miraban mucho. Especialmente una, la que estaba sentada enfrente de él, había clavado la mirada en la suya y no la separó en todo el camino. Aunque la dama iba velada, la vivacidad de aquellos grandes ojos negros, alargados por el k´hol; una muñeca deliciosa y fina, cargada de brazaletes de oro, que de vez en cuando asomaba por entre los velos; el sonido de la voz; los movimientos graciosos, casi infantiles, de la cabeza, decíanle que estaba en presencia de una mujer joven, bonita y adorable... El desgraciado Tartarín no sabía dónde meterse. La caricia muda de aquellos hermosos ojos orientales le turbaba y le agitaba, le ponía en trance de muerte; ya sentía calor, ya frío...
Y, para colmo, la babucha de la dama vino a tomar cartas en el asunto. El héroe sentía correr por sus recias botas de caza aquella linda babucha, la sentía corretear y dar saltitos como si fuese un ratoncillo colorado... ¿Qué hacer? ¿Contestar a aquella mirada, a aquella presión? Sí; pero ¿y las consecuencias?... ¡Una intriga de amor en Oriente es cosa terrible!... Y con su imaginación novelesca y meridional, el bravo Tartarín veíase ya en manos de eunucos, decapitado, o quizá peor, cosido en un saco de cuero y arrojado al mar, con la cabeza separada del tronco. Aquello le quitaba entusiasmo... Pero la babucha continuaba su tejemaneje, y los ojos se abrían frente a él todo lo grandes que eran, como dos flores de terciopelo negro, y parecían decirle:
-¡Cógenos!...
El ómnibus se paró. Estaban en la Plaza del Teatro, a la entrada de la calle de Bab-Azún. Las moras bajaron una tras otra, trabadas en sus anchos pantalones y pretujándose en los velos con gracia salvaje. La vecina de Tartarín fue la última que se levantó, y al levantarse, su rostro pasó tan cerca de la cara del héroe, que lo rozó con su aliento, verdadero aroma de juventud, de jazmín, de almizcle y de golosinas.
El tarasconés no pudo resistir. Ebrio de amor y dispuesto a todo, se lanzó detrás de la mora... Al ruido de su correaje, la mora se volvió, llevóse un dedo a la máscara, como para decirle: "¡Chitón!", y con la otra mano le arrojó vivamente un rosarito perfumado, hecho de jazmines. Tartarín de Tarascón se bajó a recogerlo; pero como nuestro héroe estaba un poco pesado e iba muy cargado con su armamento, la operación fue bastante larga.