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.., todos trémulos, pálidos, con los dientes apretados, mirada singular de jugador, turbia, en bisel, y bizca a fuerza de fijarse en la misma carta.
Más allá, tribus de argelinos juegan en familia. Los hombres, con el traje oriental, horrorosamente accidentado por unas medias azules y unas gorras de terciopelo. Las mujeres, infladas y descoloridas, muy tiesas, con sus ajustados petos de oro... Agrupada alrededor de las mesas, toda la tribu chilla, se concierta, cuenta con los dedos y juega poco. Sólo de tarde en tarde, después de largos cabildeos, un viejo patriarca, de barbas de Padre Eterno, se desprende del grupo y va a arriesgar el duro familiar... Entonces, mientras dura la partida, hay un centelleo de ojos hebraicos vueltos hacia la mesa, ojos terribles de imán negro, que hacen estremecerse en el tapete a las monedas de oro y acaban por atraerlas suavemente como con un hilo...
Después, riñas, batallas, juramentos de todos los países, gritos locos en todas las lenguas, puñales desenvainados, la guardia que sube, dinero que falta...
En medio de aquellas saturnales fue a caer el gran Tartarín una noche en busca del olvido y la paz del corazón.
Iba solo el héroe entre la multitud, pensando en su mora, cuando de pronto, en una mesa de juego, entre gritos y el ruido del oro, se levantaron dos voces irritadas:
-Le digo a usted que me faltan veinte francos, caballero...
-¡Caballero!...
-¿Qué hay?...
-Que sepa con quién habla.
-No deseo otra cosa...
-Soy el príncipe Gregory de Montenegro, caballero.
Al oír este nombre, Tartarín, conmovido, se abrió paso por entre la multitud y fue a ponerse en primera fila, gozoso y ufano de haber vuelto a encontrar a su príncipe, aquel príncipe montenegrino tan elegante y fino con quien trabara conocimiento en el vapor...
Desgraciadamente, el título de alteza, que tanto había ofuscado al buen tarasconés, no produjo la menor impresión en el oficial de cazadores con quien el príncipe tenía el altercado.
-No me dice gran cosa... -respondió el militar burlonamente.
Y volviéndose hacia la galería, exclamó:
-¡Gregory de Montenegro!... ¿Hay alguno que conozca tal nombre?... ¡Nadie!
Tartarín, indignado, dio un paso adelante.
-Dispense usted... ¡Yo conozco al príncipe! -dijo con voz firme y con su más puro acento tarasconés.
El oficial de cazadores le miró un momento cara a cara, y después, encogiéndose de hombros, dijo: