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-Bueno; pues, repártanse los veinte francos que faltan, y asunto concluido.
Y dicho esto, volvió la espalda y se perdió entre la multitud.
El fogoso Tartarín quiso lanzarse detrás de él; pero el príncipe se lo impidió.
-Déjele..., ya me las entenderé yo con él.
Y cogiendo al tarasconés del brazo, le sacó de allí rápidamente.
En cuanto estuvieron fuera, el príncipe Gregory de Montenegro se descubrió, tendió la mano a nuestro héroe y, recordando vagamente su nombre, empezó a decir con voz vibrante:
-Señor Barbarín...
-Tartarín -insinuó el otro tímidamente.
-Tartarín o Barbarín..., ¡qué más da!... Entre nosotros, amistad hasta la muerte.
Y el noble montenegrino le sacudió la mano con feroz energía... Figuraos lo orgulloso que estaría el tarasconés.
-¡Príncipe!... ¡Príncipe!... -repetía, ebrio de satisfacción.
Un cuarto de hora después, los dos caballeros estaban instalados en el restaurante Los Plátanos, agradable establecimiento nocturno con terrazas al mar, y allí, ante una fuerte ensalada rusa, rociada con rico vino de Crescia, resellaron la amistad.
No es posible imaginar nada más seductor que aquel príncipe montenegrino. Delgado, fino, crespos cabellos rizados a tenadilla, rasurado con piedra pómez, constelado de raras condecoraciones, de astuto mirar, gesto zalamero y acento vagamente italiano, que le daba cierto aire de Mazarino sin bigote; además, muy ducho en lenguas latinas, pues a cada paso citaba a Tácito, a Horacio y a los Comentarios.
De antigua raza hereditaria, parece ser que sus hermanos le habían condenado a destierro desde los diez años, a causa de sus opiniones liberales, y desde entonces iba corriendo mundo para instruirse y por placer; es decir, en calidad de alteza filósofo... ¡Coincidencia singular! El príncipe había pasado tres años en Tarascón; y como Tartarín se admirase de no haberle visto jamás en el Casino ni en la Explanada: "Salía poco de casa. . .", respondió su alteza en tono evasivo. Y el tarascones, por discreción, no se atrevió a preguntarle más. Todas las grandes existencias tienen aspectos tan misteriosos!
En suma: que el tal Gregory era un buen príncipe. Saboreando el rosado vino de Crescia, escuchó pacientemente a Tartarín, que le habló de su mora, y aun llegó a asegurarle que la encontraría pronto, puesto que él conocía a todas aquellas damas.
Bebieron de firme, mucho tiempo... Brindaron "por las mujeres de Argel, por Montenegro libre.