Tartarín de Tarascón (Alfonso Daudet) Libros Clásicos

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   Después, viendo la cara que ponía el pobre Sidi Tart´ri, cambió de sistema.
   -Quizá no sea la misma... Demos por hecho que estoy confundido... Pero es el caso..., ¡ea!, señor Tartarín, creo que, a pesar de todo, le convendría desconfiar de las moras argelinas y de los príncipes de Montenegro.
   Tartarín se puso de pie en los estribos, haciendo su gesto.
   -El príncipe es amigo mío, capitán.
   -¡Bueno, bueno! No nos enfademos... ¿Quiere tomar un ajenjo?... ¿No? ¿Quiere algo para la tierra?... ¿Tampoco?... Pues, entonces, buen viaje... A propósito, amigo, aquí tengo buen tabaco de Francia; si quisiera usted llenar algunas pipas... Tome! ¡Tome! Le sentará muy bien... Estos tabacos de Oriente suelen embrollar las ideas.
   Y dicho esto, el capitán volvió a su ajenjo, y Tartarín, muy pensativo, emprendió a trote corto el camino de su casita... Aunque su alma generosa se negaba a creerlo, las insinuaciones de Barbassou le habían entristecido. Además, aquellos juramentos de la tierra, el acento de su pueblo, todo despertaba en él remordimientos vagos.
   En casa no encontró a nadie. Baya se había ido al baño... La negra le pareció fea; la casa, triste... Poseído de indefinible melancolía, fue a sentarse cerca de la fuente y llenó una pipa con el tabaco de Barbassou. Aquel tabaco iba envuelto en un trozo de El Semáforo. Al desdoblar el periódico le saltó a la vista el nombre de su ciudad natal:
   NOS ESCRIBEN DE TARASCÓN
La ciudad está consternada. Tartarín, el matador de leones, que partió a la caza de los grandes felinos de África, no ha dado noticias suyas hace varios meses... ¿Qué ha sido de nuestro heroico compatriota?... Apenas se atreve a preguntárselo ninguno que, como nosotros, haya conocido aquella inteligencia ardorosa, aquella audacia, aquella necesidad de aventuras... ¿Ha sido sepultado en la arena, como tantos otros, o bien ha caído bajo el diente mortífero de uno de esos monstruos del Atlas, cuyas pieles prometió al Municipio?... ¡Terrible incertidumbre! Sin embargo, unos comerciantes negros, que han venido a la feria de Beaucaire, pretenden haber encontrado en pleno desierto a un europeo, cuyas señas coinciden con las de nuestro héroe, y que se dirigía hacia Tombuctú... ¡Dios nos conserve a nuestro Tartarín!
   Cuando el tarasconés leyó aquello, se sonrojó, palideció, tembló. Tarascón entero se le aparecía: el casino, los cazadores de gorras, el sillón verde de la tienda de Costecalde, y dominándolo todo, como águila con las alas abiertas, el formidable bigote del bizarro Bravidá.

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