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¡Qué hermosa carretera, señor Tartarín! Ancha, bien conservada, con sus mojones kilométricos, sus montoncitos de grava regularmente espaciados, y a derecha e izquierda lindas llanuras de olivares y viñedos... Además, ventorros de diez en diez pasos, paradas de cinco en cinco minutos... ¿Y los viajeros? ¡Qué buenas personas! Alcaldes y curas que iban a Nimes a ver al prefecto o al obispo; honrados pañeros que regresaban del Mazet como Dios manda; colegiales de vacaciones, aldeanos de blusa bordada, afeitaditos aquella misma mañana, y arriba, en la imperial, ustedes, los señores cazadores de gorras, siempre de tan buen humor y cantando cada cual la suya, por la noche, al resplandor de las estrellas, cuando volvían a casa... Y ahora, ¡cuán diferente!... ¡Dios sabe las gentes que llevo! Montones de infieles que no se sabe de dónde vienen y que me llenan de bichos; negros, beduinos, soldadotes, aventureros de todos los países, colonos harapientos que me apestan con sus pipas, y, a todo esto, hablando una lengua que no hay quien la entienda. Además, ¡ya ve usted cómo me tratan! ¡Nunca me cepillan, nunca me lavan!... ¡Untarme los ejes! ¡Ni por asomo!... En lugar de aquellos caballetes, buenos y tranquilos, estos caballitos árabes, que tienen el demonio en el cuerpo, se pelean y se muerden, bailan como cabras al correr y me rompen las varas a coces... ¡Ay!, ¡ay!... ¿Ve usted?... Ya empiezan... ¿Y las carreteras? Por aquí aún es soportable, porque estamos cerca del Gobierno; pero allá lejos..., nada, ni siquiera camino. Vamos como podemos a través de montes y llanos, entre palmeras enanas y lentiscos... Ni una parada fija. Nos detenemos donde al conductor le place, unas veces en una granja, otras veces en otra. Hay ocasiones en que ese bribón me hace dar un rodeo de dos leguas para ir a casa de un amigo a tomar ajenjo o champoreau... Después, ¡ arrea, postillón! Hay que recuperar el tiempo perdido. El sol abrasa, el polvo quema. ¡Arrea! Tropezón por aquí, vuelco por allá... ¡Arrea! ¡Arrea! Pasamos ríos a nado, me constipo, me mojo, me ahogo... ¡Arrea! ¡Arrea! ¡Arrea! Luego, por la noche toda chorreando -buena cosa para mi edad y mi reuma-, tengo que dormir a la intemperie, en el patio del parador, abierto a todos los vientos. Después, chacales y hienas vienen a husmear mis arcones, y los merodeadores, que temen al relente, se calientan en mis departamentos.