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(N. de Stendhal.)
certera que hace ver claros los motivos de las acciones de los hombres.
Francisco Cemi se diría: «¿Con qué acciones resonantes podré yo, un romano nacido en Roma en 1527, precisamente durante lo, seis meses en que los soldados luteranos del condestable de Borbón cometieron aquí las más horrendas profanaciones de las cosas sagradas; con qué acciones podré poner de manifiesto mi valor y darme, lo más profundamente posible, el gusto de desafiar a la opinión? ¡Cómo asombrar a mis mentecatos contemporáneos? ¿Cómo darme el vivísimo placer de sentirme diferente de todo ese vulgo?6».
A un romano, a un romano de la Edad Media, no podía caberle en la cabeza quedarse en palabras. No hay país donde se des. precien tanto corno en Italia las palabras audaces.
El hombre que pudo decirse a sí mismo estas cosas se llamaba Francisco Cenci; fue muerto ante su hija y su mujer el 15 de septiembre de 1598. De este don Juan no nos queda nada simpático, pues su carácter no fue dulcificado y «atenuado» por la idea de ser ante todo un hombre de buena sociedad, como el don Juan de Moliére. Sólo penaba en los demás para destacar su superioridad sobre ellos, utilizarlos en sus propósitos u odiarlos. Don Juan no siente nunca placer en las simpatías, en las dulces ensoñaciones o en las ilusiones de un corazón tier-no. Necesita ante todo placeres que sean triunfos, que puedan verlos los demás, que no se puedan ne-gar; necesita la lista enumerada por el insolente Leporello ante la triste Elvira.
El don Juan romano se guardó muy bien de la insigne torpeza de dar la clave de su carácter y hacer confidencias a un lacayo, como lo hace el don Juan de Moliére; vivió sin confidente y no pronunció más palabras que las que eran útiles para llevar adelante sus designios. Nadie vio en él esos momentos de ternura verdadera y de jovialidad seductora que nos hacen perdonar al don Juan de Mozart; en suma, el retrato que voy a traducir es horrible.
Por mi gusto, no contaría este carácter, me habría limitado a estudiarlo, pues está más cerca de lo horrible que de lo curioso; pero he de confesar que me lo han pedido unos amigos a los que no podía negar nada.