Los Cenci (Stendhal) Libros Clásicos

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Fue sobre codo en tiempos de Gregorio XIII cuando se empezó a hablar mucho de Francisco Cenci. Se había casado con una mujer muy rica y como correspondía a tan acreditado señor, murió después de darle siete hijos. Poco después casó en segundas nupcias con Lucrecia Petroni, una mujer bellísima y célebre sobre todo por su tez deslum­bradoramente blanca, pero un poco demasiado en­trada en carnes, defecto corriente de nuestras romanas. Con Lucrecia no tuvo hijos.
El menor vicio de Francisco Cenci fue la pro­pensión a un amor infame; el mayor, no creer en Dios. Jamás se le vio entrar en una iglesia.
Tres veces encarcelado por sus amores infames, salió del paso dando doscientas mil piastras a las personas que gozaban de predicamento con los do-ce papas bajo cuyo reinado vivió sucesivamente (doscientas mil piastras equivalen aproximadamente a cinco millones de 1.837).
Yo no he visto a Francisco Cenci hasta que te­nía ya el pelo gris, bajo el reinado del papa Buon­compagni, cuando al audaz le estaba todo permitido. Era un hombre de unos cinco pies y cuatro pulgadas, muy buen tipo, aunque demasiado delgado; tenía fama de ser muy fuerte, una fama que quizá difundía él mismo; ojos grandes y expresivos; pero el párpado superior un poco demasiado caído, la nariz muy saliente y demasiado grande, los labios delgados y una sonrisa muy atractiva y que se torna­ba terrible cuando clavaba la mirada en sus enemi­gos; a poco que se emocionara o irritara, le entraba un temblor tan grande, que le alteraba mucho. En mi juventud, reinando el papa Buoncompagni, veía a Cenci ir a caballo de Roma a Nápoles, segura­mente por alguno de sus amoríos; pasaba por los bosques de San Germano y de allí a Fajola, sin preocuparse en absoluto por los bandidos, y dicen que hacía el camino en menos de veinte horas. Via­jaba siempre solo y sin advertir a nadie; cuando su primer caballo estaba cansado, compraba otro o lo robaba. A pocas dificultades ¡que le pusieran, él no tenía ninguna en dar una puñalada. Pero la verdad es que en tiempos de mi juventud, es decir, cuando él tenía cuarenta y ocho o cincuenta años, nadie era lo bastante valiente a como para ponerle dificulta­des.

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