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-¡De modo que en Roma –exclamó- se encuentran hombres que matan a su padre y después abogados para defender a esos hombres!
Todos permanecían mudos, cuando Farinacci se atrevió a levantar la voz.
-Santísimo padre –dijo-, no hemos venido aquí a defender el crimen, sino a probar, si podemos, que uno o varios de esos desdichados son inocentes del crimen26.
El papa le hizo seña de que hablara y Farinacci habló tres horas largas, después de lo cual el papa cogió los escritos de todos y los despidió. Cuando se iban, Altieri se quedó rezagado; temeroso de ha
26 Muy bien. El papa suponía probado el crimen, lo que estaba por pro-bar. (N. de Stendhal en el manuscrito italiano.)
berse comprometido, fue a arrodillarse ante el papa, diciendo:
-Como soy abogado de los pobres, no tenía más remedio que intervenir en esta causa.
A lo que el papa contestó:
-No nos extrañamos de ti, sino de los otros.
El papa no quiso acostarse: se pasó toda la noche leyendo las defensas de los abogados, ayudado en este trabajo por el cardenal de San Marcelo. Su santidad pareció tan conmovido, que algunos concibieron cierta esperanza por la vida de aquellos desdichados. Los abogados, para salvar a los hijos, cargaban todo el crimen a Beatriz. Como estaba probado en el proceso que su padre había empleado varias veces la fuerza con un fin criminal, los abogados esperaban que a ella le sería perdonado el delito por haber obrado en legítima defensa; y, si así ocurría, perdonada la vida al principal autor del crimen, ¿cómo iban a ser condenados a muerte los hermanos, que habían sido inducidos por ella?
Después de aquella noche dedicada a sus deberes de juez, Clemente VIII ordenó que los acusados fuesen de nuevo conducidos a la cárcel e incomunicados. Esto dio grandes esperanzas a Roma, que en toda esta causa no veía más que a Beatriz. Era evidente que había amado a monsignor Guerra, pero no había transgredido jamás las reglas de la más se-vera virtud; luego, en verdadera justicia, no se le podían imputar los crímenes de un monstruo, ¡y la castigarían porque había hecho uso del derecho de defenderse! ¿Cuál habría sido el castigo si hubiera sido consentidora? ¿Iba la justicia humana a aumentar el infortunio de una criatura tan seductora, tan digna de compasión y ya tan desgraciada? Después de una vida tan triste, que había acumulado sobre ella toda dase de desgracias antes de cumplir dieciséis años, ¿no tenía por fin derecho a unos días menos horribles? Era como si a todos los romanos se les hubiera encomendado su defensa.