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Mina desesperaba de conseguir el indispensable permiso. Concibió el proyecto de disfrazarse de hombre y marcharse a Inglaterra, donde se proponía vivir vendiendo sus diamantes. La señora de Vanghel se dio cuenta, con una especie de terror, de que Mina estaba realizando extrañas manipulaciones para alterar el color de su piel. Al poco tiempo se enteró de que su hija se había encargado trajes de hombre. Mina observó que en sus paseos a caballo se encontraba siempre con algún guardia del gran duque; con la imaginación alemana que había heredado de su padre, las dificultades, lejos de ser una razón para disuadirla de su empresas; se la hacían más atrayente aún.
Sin proponérselo, Mina cayó en gracia a la condesa D., amante del gran duque, mujer singular y romántica si las hay. Un día, paseando a caballo con ella, Mina vio un guardia que se puso a seguirla de lejos. Esto la impacientó y le hizo confiar a la condesa sus planes de huida A las pocas horas, la señora de Vanghel recibió un papel de puño y letra del gran duque autorizándola a una ausencia de seis meses para ir al balneario de Bagnéres. Eran las nueve de la noche. A las diez ya estaban ambas damas en camino, y, por suerte, al día siguiente, antes de que se despertaran los ministros del gran duque, las dos viajeras habían pasado ya la frontera.
La señora de Vanghel y su hija llegaron a París a principios del invierno de 182... Mina tuvo mucho éxito en los bailes de los diplomáticos. Corrió la voz de que estos caballeros tenían orden de impedir discretamente que aquella fortuna de varios millones cayera en manos de algún seductor francés.
En Alemania creen todavía que a los jóvenes de París les interesan las mujeres.
A través de todas estas imaginaciones alemanas, Mina, a sus dieciocho años, comenzaba a manifestar chispazos de buen juicio; observó que no podría llegar a tener amistad con ninguna mujer francesa. Las encontraba exageradamente correctas y al cabo de seis semanas de trato estaba menos cerca de su amistad que el primer día.