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En su aflicción, pensó que en sus propias maneras debía de haber algo desagradable y ordinario que paralizaba la urbanidad francesa. Nunca se vio tanta modestia junto a tanta verdadera superioridad. La energía y la rapidez de sus resoluciones se ocultaban, en atractivo contraste, bajo unos rasgos que tenían aún todo el candor y todo el encanto de la infancia, y esta fisonomía no llegó a desaparecer nunca bajo ese aire más grave que da la razón. Verdad es que la razón no fue nunca el rasgo sobresaliente de su carácter.
París le gustaba mucho, a pesar del salvajismo pulido de sus costumbres. En su país la horrorizaba que la saludaran en la calle y que reconocieran su carruaje; en C. veía espías en todas las personas mal vestidas que la saludaban. El incógnito de esa república que se llama París sedujo a este carácter singular. A cambio de las dulzuras de aquella sociedad íntima que el corazón un poco demasiado alemán de Mina añoraba todavía, en París se podía disfrutar todas las noches de un baile o de un espectáculo divertido. Buscóla casa en que había vivido su padre en 1614 y de la que tan amenudo le había oído hablar. Una vez instalada en esta casa, de laque le fue muy difícil desalojar al inquilino, París no le resultaba ya una ciudad extranjera; reconocía hasta las más pequeñas habitaciones.
El conde de Vanghel, aunque tuviera el pecho cubierto de cruces y medallas, no había sido en el fondo más que un filósofo que soñaba con Descartes o con Spinoza. A Mina le gustaban las oscuras investigaciones de la filosofía alemana y el noble estoicismo de Fichte, como un corazón tierno guarda el recuerdo de un bello paisaje. Las palabras más ininteligibles de Kant no tenían para Mina otro significado que el de recordarle el sonido de voz conque las pronunciaba su padre. Con esta recomendación, ¿qué filosofía no sería conmovedora y hasta inteligible? Consiguió de algunos sabios distinguidos que fueran a su casa a dar unas lecciones, a las que sólo asistían ella y su madre.