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Mina, por su parte, sentía que había estado a punto de perder a Alfredo. ; Qué habría sido de ella, si él hubiera seguido pasando las veladas en «La Redoute»? Y, lejos de seguir ella representando el papel de criada, nunca se había preocupado tanto de gustar. « ¿Debo confesar a Alfredo quién soy? se preguntaba . Con su carácter tan sensato, reprobará una locura, aunque sea una locura hecha por causa de él. Además, es preciso quo mi suerte se decida aquí. Si le nombro a la señorita de Vanghel, cuya finca está a unas leguas de la suya, tendrá la seguridad de volver a verme en París. Y es preciso, por el contrario, que la perspectiva de no volver a verme nunca le decida a dar los difíciles pasos que, desgraciadamente, son necesarios para nuestra felicidad. ¿Cómo es posible que este hombre can juicioso se decida a cambiar de religión, a divorciarse de su mujer y a ir a vivir como marido mío en mis hermosas tierras de la Prusia oriental? » La gran palabra ilícito no venía a interponerse como barrera insuperable ante los nuevo,, proyectos de Mina; creía no aparcarse de la virtud, porque no hubiera vacilado en sacrificar mil veces su vida por ser útil a Alfredo.
Poco a poca madame de Larcay fue sintiendo verdaderos celos de Aniken. No había dejado de advertir el extraño cambio operado el rostro de esta muchacha, y lo atribuía a una extremada coquetería. Hubiera podido despedirla sin contemplaciones, pero sus amigas le hicieron ver que no convenía dar importancia a un capricho: había que evitar que monsieur de Larcay hiciera a Aniken ir a París. asea prudente le dijeron, y su preocupación terminará con la temporada de baños.»Madame de Larcay hizo vigilar a la señora Cramer e intentó hacer creer a su marido que Aniken no era más que una aventurera que, perseguida en Viena o en Berlín por algo delictivo en concepto de la justicia, había ido a esconderse a las aguas de Aix y espetaba probablemente la llegada de algún caballero de industria compinche suyo.