El Caballero de la Maison Rouge (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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Veamos, María Antonieta, responde.
La interpelada no se dignó mirar a su interrogador y guardó un obstinado silencio. Ante la insistencia de Santerre, la prisionera tomó de la mesa un tercer volumen.
Santerre dio media vuelta. El brutal poder de este hombre que mandaba sobre 80.000 hombres, que sólo había necesitado un gesto para acallar la voz del moribundo Luis XVI, se estrellaba contra la dignidad de una pobre prisionera, cuya cabeza podía hacer caer, pero a la que no podía doblegar.
-Y usted, Elisabeth -dijo a la otra mujer-. Responda.
-No sé qué me pregunta, por tanto no puedo responderle.
-¡Voto a tal!, ciudadana Capeto -dijo Santerre impacientándose-. Está claro lo que digo: ayer hubo una tentativa para liberarla y usted tiene que conocer a los culpables.
-No tenemos ninguna comunicación, señor; por tanto no podemos saber lo que se hace por o contra nosotros.
-Está bien, veremos lo que dice tu sobrino.
Santerre se aproximó al lecho del delfín. María Antonieta se levantó y le advirtió que el niño estaba enfermo, pero siguió sin contestar a las preguntas del municipal. Entonces éste despertó al niño y los hombres rodearon el lecho y la reina hizo una seña a su hija, que aprovechó el momento para deslizarse a la habitación contigua, abrir una de las bocas de la estufa, sacar la nota, quemarla, volver a la habitación y tranquilizar a su madre con una mirada.
Entretanto, Santerre interrogaba al delfín que aseguraba no haber oído nada en toda la noche por estar durmiendo.
-Estos lobeznos están de acuerdo con la loba -exclamó Santerre.
La Reina sonrió.
-La austriaca se ríe de nosotros. Bien, pues ejecutemos en todo su rigor el decreto del ayuntamiento. Levántate, Capeto.
-¿Qué va a hacer? -exclamó la reina-, ¿No ve que mi hijo está enfermo, que tiene fiebre? ¿Quiere hacerle morir?
Santerre dijo que el delfín era el objetivo de todos los conspiradores y ordenó que se llamara a Tison, el encargado de los trabajos domésticos de la prisión. Este era un hombre de unos cuarenta años, de piel oscura, rostro rudo y salvaje, y cabellos negros y crespos que le descendían hasta las cejas.
Tison contestó a las preguntas de Santerre y dijo que la ropa de las prisioneras la lavaba su hija y que él la examinaba con cuidado; prueba de ello era que el día anterior había encontrado un pañuelo con dos nudos que había entregado al Consejo.

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