Página 23 de 176
-¡Cómo! -dijo el burgués, con upa sonrisa en la que se transparentaba más ironía de la que quería dejar traslucir-. En ese caso es probable que no le encuentres.
Y el burgués, saludando graciosamente a Maurice, avanzó algunos pasos y entró en una casa de la antigua calle Saint-Jacques. El zapatero insistió en el mismo argumento que el burgués y volvió a su cuchitril.
Sólo quedaban algunos minutos de claridad diurna y Maurice los aprovechó para meterse por el primer callejón y enseguida por otro; allí examinó cada puerta, exploró cada rincón, miró por encima de cada valla, se alzó sobre cada muro, echó una ojeada al interior de cada reja, por el agujero de cada cerradura, llamó en algunos almacenes desiertos sin obtener respuesta, empleando más de dos horas en esta búsqueda inútil.
Sonaron las nueve. Era noche cerrada: no se oía ningún ruido. De pronto, al volver una calle estrecha, vio brillar una luz y se internó por la sombría calleja, sin advertir la repentina desaparición tras una pared, de una cabeza que no le perdía de vista desde hacía un cuarto de hora.
Unos segundos después, tres hombres salían por una puertecita practicada en la pared y se encaminaban tras los pasos de Maurice, mientras otro hombre cerraba cuidadosamente la puerta.
Maurice había llegado a un patio, al otro lado del cual brillaba la luz. Llamó a la puerta de una casa pobre y solitaria y la luz se apagó al primer golpe. Maurice insistió, pero nadie respondió a su llamada. Comprendió que perdía el tiempo, atravesó el patio y volvió a la calleja. Al mismo tiempo, la puerta giró suavemente sobre sus goznes, salieron por ella tres hombres y se escuchó un silbido. Maurice se volvió y vio tres hombres muy cerca de él. En las tinieblas, al resplandor de esa especie de luz que existe para los ojos acostumbrados a la oscuridad desde hace rato, relucían tres hojas de reflejos leonados.
Maurice comprendió que estaba rodeado; quiso hacer molinete con su bastón, pero la callejuela era tan estrecha que éste chocó contra los dos muros. En el mismo instante le aturdió un violento golpe en la cabeza. Los siete hombres cayeron sobre Maurice y, pese a una resistencia desesperada, le derribaron, le ataron las manos y le vendaron los ojos.
Maurice no lanzó ni un grito para pedir ayuda.