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Comprendió que le habían dejado solo y trató de romper sus ligaduras: sus músculos de acero se tensaron y la cuerda se le hundió en la carne, pero no se rompió. Lo más terrible era tener las manos atadas a la espalda y no poder arrancarse la venda. Si pudiera ver, tal vez podría huir.
Sus pies pisaban algo mullido y silencioso, arena quizás, y un olor acre y penetrante llegaba a su olfato denunciando la presencia de sustancias vegetales. Pensó que estaba en un invernadero o algo parecido. Dio algunos pasos, tropezó con una pared, se volvió para tantear con las manos y tocó unos útiles de labranza. Lanzó una exclamación de alegría. Con grandes esfuerzos exploró todos los instrumentos en busca de uno cortante. Encontró un azadón.
Dada la forma en que estaba atado tuvo que luchar mucho para dar la vuelta al azadón, de manera que el hierro quedara para arriba y, sujetándolo con los riñones contra la pared, segar la cuerda que le ataba las muñecas. El hierro del azadón cortaba lentamente. El sudor le corría por la frente. Escuchó como un ruido de pasos que se aproximaban, hizo un esfuerzo y la cuerda, medio segada, se rompió.
Lanzó un grito de alegría al tiempo que se arrancaba la venda de los ojos. Al menos, estaba seguro de morir defendiéndose.
No se había equivocado mucho: el lugar donde se encontraba no era un invernadero, sino una especie de pabellón donde se guardaban algunas plantas carnosas, de las que no pueden pasar el invierno a la intemperie. Frente a él había una ventana: se acercó a ella, pero tenía rejas y un hombre, armado de una carabina, hacía guardia ante ella.
Al otro lado del jardín, a treinta pasos de distancia aproximadamente, se alzaba un quiosquillo que formaba pareja con el que ocupaba Maurice; tenía la celosía bajada, pero a través de ella brillaba una luz. Se aproximó a la puerta y escuchó los pasos de otro centinela.
Al fondo del corredor se oían voces confusas, de las que sólo pudo distinguir claramente las palabras: espía, puñal, muerte.
Maurice redobló su atención. Se abrió una puerta y pudo oír más claramente: una voz opinaba que era un espía y los denunciaría en cuanto se viera libre y, aunque no supiera quiénes eran, conocía la dirección y volvería con más gente para prenderles.