El Caballero de la Maison Rouge (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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Mientras hacía estas observaciones, sentía en el fondo de su corazón una alegría y un dolor tan profundos que no podía explicarse su estado de ánimo. Se encontraba, al fin, cerca de la bella desconocida que tanto había buscado.
Geneviève era tal como la había entrevisto: la realidad no había destruido el ensueño de una noche tormentosa. Maurice se preguntaba cómo esta joven elegante, de ojos tristes y espíritu elevado podía sentirse satisfecha con Dixmer, un buen burgués, rico además, pero del que la separaba una gran distancia. Sólo hallaba una respuesta: por el amor, y se confirmaba en la opinión que había tenido de la joven la noche en que la encontró, cuando pensó que regresaba de una cita amorosa.
La idea de que Geneviève amaba a un hombre torturaba el corazón de Maurice. En otros momentos, al escuchar su voz pura, dulce y armoniosa, al interrogar su mirada, tan limpia que parecía no temer que pudiera leerse en ella hasta el fondo de su alma, Maurice pensaba que era imposible que semejante criatura pudiera engañar, y experimentaba una alegría amarga al considerar que aquel hermoso cuerpo pertenecía al buen burgués de sonrisa honesta y bromas vulgares.
Se hablaba de política y uno de los invitados pidió noticias sobre los prisioneros del Temple.
A su pesar, Maurice tembló al oír el timbre de esta voz. Había reconocido al hombre que le había clavado su cuchillo y había votado por su muerte. Sin embargo, este hombre despertó enseguida el buen humor de Maurice al expresar las ideas más patrióticas y los principios más revolucionarios. El hombre se asombraba de que se confiara la custodia de los prisioneros del Temple a un consejo permanente, fácil de corromper, y a los municipales, cuya fidelidad había sido tentada más de una vez.
-Sí -dijo el ciudadano Morand-, pero es preciso destacar que, hasta el presente, la conducta de los municipales ha justificado la confianza que la nación ha depositado en ellos, y la historia dirá que sólo el ciudadano Robespierre merece el nombre de incorruptible.
El hombre que había hablado antes, al cual había presentado Dixmer como jefe de su taller, replicó que si algo no había sucedido todavía era absurdo pensar que no pudiera ocurrir nunca y como todas las secciones se turnaban para hacer servicio en el Temple, era posible que en una compañía existiera un grupo de ocho o diez hombres osados que una noche degollaran a los centinelas y libertaran a los prisioneros.

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