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Así que ordenó a su ama de llaves que fuera a abrir. La mujer acudió a la puerta, descorrió el cerrojo y se encontró con un joven muy pálido y agitado, que preguntaba por el sacerdote.
-No se le puede ver, ciudadano; está leyendo su breviario.
-En ese caso esperaré -replicó el joven.
La mujer le dijo que esperaría en vano, porque el sacerdote tenía que ir a la Conserjería, de donde le habían llamado.
-¡Entonces, es verdad! -murmuró el joven poniéndose lívido.
-Eso es precisamente lo que me trae a casa del ciudadano Girard -dijo el joven en voz alta, al tiempo que, pese a la oposición de la mujer, penetraba en la casa hasta la habitación del abate. Este, al verle, lanzó una exclamación de sorpresa.
-Perdón, señor cura -dijo el joven-; tengo que hablar a solas con usted de algo muy grave.
-Déjenos, Jacinthe -dijo el cura.
-Señor cura -dijo el desconocido, cuando se hubo retirado la mujer-. Antes de nada voy a decirle quién soy: soy un proscrito, un condenado a muerte que vive gracias a la audacia; soy el caballero de Maison-Rouge -el abate se sobresaltó de espanto-. No temáis nada -continuó el caballero-; nadie me ha visto entrar aquí; y los que me hubieran visto, no me reconocerían: he cambiado mucho en los dos últimos meses.
El sacerdote le preguntó qué quería.
-Sé que va usted a la Conserjería para atender a una persona condenada a muerte -respondió el joven-; esta persona es la reina. Le suplico que me deje entrar con usted hasta llegar a Su Majestad.
-¡Usted está loco! -exclamó el abate-. ¡Usted me pierde y se pierde a sí mismo!
-No tema nada. Ya sé que está condenada, y no es para intentar salvarla para lo que quiero verla; es... Pero escúcheme, padre. Usted no me escucha. Créame padre, estoy completamente cuerdo. La reina está perdida, lo sé; pero si pudiera postrarme a sus plantas, esto me salvaría la vida; si no consigo verla, me mato, y como usted será la causa de mi desesperación, usted habrá matado a la vez el cuerpo y el alma.
-Hijo mío -dijo el sacerdote-, usted me pide el sacrificio de mi vida, piénselo.
-No me rechace, padre -replicó el caballero-; escuche: usted necesita un acólito; lléveme con usted.
El sacerdote trató de recuperar su firmeza, que empezaba a flaquear.