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Nos referimos al trabajo del verdugo.
Había otros, en verdad, que acudían con intenciones menos hostiles. Para ellos se trataba solamente de ese espectáculo, siempre atrayente para la multitud, con el que se halaga el instintivo orgullo de ver arrastrándose por el polvo al que ha estado mucho tiempo de pie.
Ese Corneille de Witt, ese hombre sin miedo, se decían, ¿no estaba encerrado, debilitado por la tortura? ¿No iban a verlo, pálido, sangrante, avergonzado? ¿No era un hermoso triunfo para esta burguesía, más envidiosa todavía que el pueblo, y del que todo buen ciuda dano de La Haya debía tomar parte?
Y, además, se decían los agitadores orangistas hábilmente mezclados en aquel gentío al que esperaban manejar como un instrumento decisivo y contundente a la vez, ¿no se encontrará, desde la Buytenhoff a la puerta de la ciudad, una oca sión para lanzar un poco de barro, incluso algunas piedras, a ese Ruart de Pulten, que no solamente no ha dado el estatuderato al príncipe de Orange más que vi coactus, sino que todavía ha querido hacerlo asesinar?
Sin contar, añadían los feroces enemigos de Francia, que, si se hacían las cosas bien y se mostraban valientes en La Haya, no dejarían siquiera partir para el exilio a Corneille de Witt, quien, una vez libre, tramaría todas sus intrigas con Francia y viviría del oro del marqués de Louvois con su perverso hermano Jean.
En semejantes disposiciones, como es de prever, los espectadores corren más que caminan. Por ello, los ha bitantes de La Haya corrían tan de prisa hacia la Buytenhoff.
En medio de los que más se apresuraban, lo hacía, con rabia en el corazón y sin proyectos en la mente, el honrado Tyckelaer, jaleado por los orangistas como un héroe de probidad, de honor nacional y de caridad cris tiana.
Este valiente facineroso contaba, embelleciéndolas con todas las flores de su alma y todos los recursos de su imaginación, las tentativas que Corneille de Witt había hecho contra su virtud, las sumas que le había prometido y la infernal maquinación preparada de antemano para allanarle a él, a Tyckelaer, todas las dificultades del asesinato.
Y cada frase de su discurso, ávidamente recogida por el populacho, levantaba rugidos de entusiástico amor por el príncipe Guillermo, y alaridos de ciega ira contra los hermanos De Witt.
El populacho se dedicaba a maldecir a aquellos inicuos jueces que con el arresto dejaban escapar sano y salvo a un abominable criminal como era ese malvado Corneille.