El tulipán negro (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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-¡Viva Orange, sea! -dijo el señor De Tilly-. Aunque yo prefiero los rostros alegres a los desagrada­bles. ¡Muerte a los traidores! Si así lo queréis y mientras no lo queráis más que con gritos, gritad tanto como gustéis: ¡Muerte a los traidores! Pero en cuanto a matarlos efectivamente, estoy aquí para impedirlo, y lo impediré -y volviéndose hacia sus soldados, gritó-: ¡Arriba las armas, soldados!
Los soldados de De Tilly obedecieron al mandato con una tranquila precisión que hizo retroceder in­mediatamente a los burgueses y al pueblo, no sin una confusión que hizo sonreír con desdén al oficial de caballería.
-¡Vaya, vaya!-exclamó con ese tono burlón de los que pertenecen a la carrera de las armas-. Tranquilizaos, burgueses; mis soldados no se batirán, mas por vuestra parte no deis un paso hacia la prisión.
-¿Sabéis, señor oficial, que nosotros tenemos mos quetes? -replicó furioso el comandante de los burgueses.
-Ya lo veo, pardiez, que tenéis mosquetes -dijo De Tilly-. Me los estáis pasando por delante de los ojos; pero observad también por vuestra parte que no sotros tenemos pistolas, que la pistola alcanza admirablemente a cincuenta pasos, y que vos no estáis más que a veinticinco.
-¡Muerte a los traidores! -gritó la compañía de los burgueses exasperada.
-¡Bah! Siempre decís lo mismo -gruñó el oficial-. ¡Resulta fatigante!
Y recuperó su puesto a la cabeza de la tropa mientras el tumulto iba en aumento alrededor de la Buytenhoff.
Y, sin embargo, el pueblo enardecido no sabía que en el mismo momento en que rastreaba la sangre de una de sus víctimas, la otra, como si tuviera prisa por adelantarse a su suerte, pasaba a cien pasos de la plaza por detrás de los grupos y de los jinetes, dirigiéndose a la Buytenhoff.
En efecto, Jean de Witt acababa de descender de la carroza con un criado y atravesaba tranquilamente a pie el patio principal que precede a la prisión.
Llamó al portero, al que, además, conocía, diciendo:
-Buenos días, Gryphus, vengo a buscar a mi hermano Corneille de Witt para llevármelo fuera de la ciudad, condenado, como tú sabes, al destierro.
Y el portero, especie de oso dedicado a abrir y ce rrar la puerta de la prisión, lo había saludado y deja do entrar en el edificio, cuyas puertas se habían cerrado tras él.
A diez pasos de allí, se había encontrado con una bella joven de diecisiete o dieciocho años, vestida de frisona, que le había hecho una encantadora reverencia; y él le había dicho pasándole la mano por la barb illa:

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