Página 10 de 180
La sentencia del destierro había hecho inútil la aplicación de la tortura extraordinaria.
Corneille, echado sobre su lecho, con las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo confesado nada de un crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres días de sufrimientos, al saber que los jueces de los que esperaba la muerte, ha bían tenido a bien no condenarlo más que al destierro.
Cuerpo enérgico, alma invencible, hubiera decepcionado a sus enemigos si éstos hubiesen podido, en las profundidades sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su pálido rostro la sonrisa del mártir que olvida el fango de la Tierra después de haber entrevisto los maravillosos esplendores del Cielo.
El Ruart había recuperado todas sus fuerzas, más por el poder de su voluntad que por una asistencia real, y calculaba cuánto tiempo todavía le retendrían en prisión las formalidades de la justicia.
Precisamente en aquel momento los clamores de la milicia burguesa mezclados a los del pueblo, se elevaban contra los dos hermanos y amenazaban al capitán De Tilly, que les servía de escudo. Este alboroto, que venía a romperse como una marea ascendente al pie de las murallas de la prisión, llegó hasta el prisionero.
Mas, por amenazante que fuera ese rumor, Corneille despreció informarse ni se tomó el trabajo de levantarse para mirar por la ventana estrecha y enrejada que dejaba entrar la luz y los murmullos de fuera.
Estaba tan embotado por la continuidad de su mal, que ese mal se había convertido casi en una costumbre. Finalmente, sentía con tanta delicia a su alma y a su razón tan cerca de desprenderse de los estorbos corpo rales, que le parecía ya que esta alma y esta razón esca padas a la materia, planeaban por encima de ella como flota por encima de un hogar casi apagado la llama que lo abandona para subir al cielo.
Pensaba también en su hermano.
Probablemente, era que su proximidad, por los misterios desconocidos que el magnetismo ha descubierto después, se hacía sentir también. En el mismo momento en que Jean se hallaba tan presente en el pensamiento de Corneille, que casi murmuraba su nombre, la puerta se abrió; Jean entró, y con paso apresurado se acercó al lecho de su hermano, el cual tendió sus brazos martirizados y sus manos envueltas en vendas hacia aquel glorioso hermano al que había conseguido sobrepasar, no por los servicios prestados al país, sino por el odio que le profesaban los holandeses.