El tulipán negro (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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-¿Dónde está Craeke?
-Al otro lado de esta puerta, imagino.
-Hacedle entrar, entonces.
Jean abrió la puerta; el fiel servidor esperaba, en efecto, ante el umbral.
-Venid, Craeke, y retened bien lo que mi hermano va a deciros.
-Oh, no, no basta con decirlo, Jean, es preciso que lo escriba, desgraciadamente.
-¿Y por qué?
-Porque Van Baerle no entregará ese depósito ni lo quemará sin una orden precisa.
-Pero ¿podéis escribir, mi querido hermano? -preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres ma-

nos quemadas y martirizadas. -¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya veríais!-dijo Corneille. -Aquí hay un lápiz, por lo menos. -¿Tenéis papel? Porque aquí no me han dejado nada. -Esta Biblia. Arrancad la primera hoja. -Bien. -Pero vuestra escritura ¿será legible? -¡Adelante! -dijo Corneille mirando a su hermano-. Estos dedos que han resistido las mechas del ver­
dugo, esta voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad tranquilo,
hermano mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor. Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y escribió. Entonces pudo verse aparecer bajo las blancas vendas unas gotas de sangre que la presión de los
dedos sobre el lápiz dejaba escapar de las carnes abiertas. El sudor perlaba la frente del ex gran pensionario. Corneille escribió:
20 de agosto de 1672 Querido ahijado: Quema el depósito que te he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe
desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios. Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille. Adiós, y quiéreme. CORNEILLE DE WITT.
Jean, con lágrimas en los ojos, enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la entregó a Craeke con una última recomendación y se vol vió hacia Corneille, a quien el sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.
-Ahora -explicó-, cuando ese valiente Craeke deje oír su antiguo silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de los grupos del otro lado del vivero... Entonces, partiremos a nuestra vez. No habían transcurrido cinco minutos, cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo
marino las bóvedas de follaje ne gro de los olmos y dominó los clamores de la Buytenhoff. Jean levantó los brazos al cielo para dar las gracias.

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