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Cuando el digno ciudadano que era el padre de Cornelius pasó a mejor vida, tres meses después de los funerales de su mujer, que parecía haber partido la primera para hacerle más fácil el camino de la muerte, como le había hecho más fácil el camino de la vida, díjole a su hijo abrazándole por última vez:
-Bebe, come y gasta si quieres vivir en realidad, porque no es vivir el trabajar todo el día en una silla de madera o en un sillón de cue ro, en un laboratorio o en un almacén. Morirás a tu vez y, si no tienes la dicha de tener un hijo, se extinguirá nuestro nombre, y mis flo rines se asombrarán al hallarse con un amo desconocido, esos florines nuevos que nadie ha pesado nunca más que mi padre, yo y el fundidor.
Sobre todo, no imites a tu padrino, Corneille de Witt, que se ha lanzado a la política, la más ingrata de las carreras y que seguramente acabará mal.
Luego, el digno señor Van Baerle murió, dejando completamente desolado a su hijo Cornelius, el cual amaba muy poco los florines y mucho a su padre.
Cornelius se quedó, pues, solo en la gran casa.
En vano su padrino Corneille le ofreció un empleo en los servicios públicos; en vano quiso hacerle gustar de la gloria cuando Cornelius, por obedecer a su padrino, se embarcó con De Ruyter en el navío Les Sept Provinces, que mandaba a los ciento treinta y nueve barcos con los cuales el ilustre almirante iba a liquidar solo las fortunas de Francia y de Inglaterra reunidas. Cuando, conducido por el piloto Léger, llegó al alcance de mosquete del navío Le Prince, sobre el que se hallaba el duque de York, hermano del rey de Inglaterra, el ataque de De Ruyter, su jefe, fue realizado tan brusca y hábil mente que, sintiendo su barco a punto de ser destruido, el duque de York no tuvo tiempo más que para retirarse a bordo del Saint-Michel; cuando vio al Saint-Michel, roto, triturado bajo las balas holandesas, salirse de la línea; cuando vio saltar un navío, Le Comte de Sanwick, y perecer en las olas
o en el fuego a cuatrocientos ma rineros; cuando vio que al final de todo aquello, después de ser destrozados veinte barcos, muertos tres mil hombres, heridos cinco mil, nada se había decidido ni a favor ni en contra, que cada uno se atribuía la victoria, que había que comenzar de nuevo, y que solamente un nombre más, la batalla de Southwood-Bay, se había añadido al catálogo de las batallas; cuando hubo calculado el tiempo que pierde tapándose los ojos y los oídos un hombre que quiere reflexionar incluso cuando sus semejantes se cañonean entre sí, Cornelius dijo adiós a De Ruyter, al Ruart de Pulten y a la gloria, besó las rodillas del gran pensionario, por el que sentía una profunda veneración, y regresó a su casa de Dordrecht, rico por su descanso adquirido, por sus veintiocho años, por una salud de hierro, por una vista aguda y más que por sus cuatrocientos mil florines de capital y sus diez mil florines de renta, por la convicción de que un hombre ha recibido siempre del cielo mucho para ser feliz, bastante para no serlo.