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Los asustados animales, cayendo de lo alto al pie del muro, rodaron primero sobre la platabanda, intentando huir cada uno por su lado, hasta que e l hilo que los retenía juntos quedó tenso; pero entonces, sintiendo la imposibilidad de ir más lejos, vagaron inciertos con espantosos maullidos, segando con su cuerda las flores en medio de las cuales se debatieron hasta que, por último, después de un cuarto de hora de lucha encarnizada, habiendo conseguido romper el hilo que los unía, desaparecieron.
Boxtel, oculto detrás de su sicomoro, no veía nada a causa de la oscuridad de la noche; pero a juzgar por los maullidos rabiosos de los dos gatos, lo suponía todo, y su corazón, aliviado de la hiel, se hinchaba de alegría.
El deseo de asegurarse del destrozo cometido era tan grande en el corazón de Boxtel, que se quedó hasta el alba para juzgar por sus propios ojos del estado en que la lucha de los dos gatos por la libertad había dejado las platabandas de su vecino.
Estaba helado por la neblina de la madrugada, pero no sentía el frío: la esperanza de su venganza le mantenía caliente.
El dolor de su rival iba a pagarle todas sus penas.
A los primeros rayos del sol, la puerta de la casa blanca se abrió, apareció Van Baerle y se acercó a sus platabandas, sonriendo como un hombre que ha pasado la noche en su lecho, teniendo buenos sueños.
De repente, percibió los surcos y los montículos en aquel terreno la víspera más liso que un espejo; enseguida, percibió las filas simétricas de sus tulipanes, desordenadas como quedan las picas de un batallón en medio del cual hubiera caído una bomba.
Acudió muy pálido.
Boxtel se estremecía de alegría. Quince o veinte tulipanes yacían desgarrados, destrozados, los unos curvados, los otros completamente rotos y ya descoloridos; la savia corría de sus heridas; la savia, esa sangre preciosa que Van Baerle hubiera querido rescatar al precio de la suya.
Pero, ¡oh sorpresa!, ¡oh alegría de Van Baerle!, ¡oh dolor inexpresable de Boxtel! Ninguno de los cuatro tulipanes amenazados por el atentado de aquél había sido alcanzado. Alzaban orgullosamente sus nobles cabezas por encima de los cadáveres de sus compañeros. Esto era bastante para consolar a Van Baerle, bastante para hacer reventar de disgusto al asesino, que se arrancaba los cabellos a la vista de su crimen cometido inútilmente.