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..! -continuó Rosa-. En verdad, creí que iba a pegar fuego a la fortaleza; sus ojos eran dos antorchas ardientes, sus cabellos se erizaron, crispaba sus puños. Por un instante creí que quería estrangular a mi padre. «¿Vos habéis hecho esto -gritó-, vos habéis aplastado el bulbo?» «Sin duda», dijo mi padre. «¡Esto es una infamia! -continuó-, ¡es odioso! ¡Es un crimen lo que habéis cometido!», aulló Jacob. Mi padre se quedó estupefacto. «¿Es que vos también estáis loco?», preguntó a su amigo.
-¡Oh! Es un hombre digno, ese Jacob -murmuró Cornelius-. Un corazón honrado, un alma escogida.
-Lo cierto es que resulta imposible tratar a un hombre más duramente de lo que él ha tratado a mi padre -añadió Rosa-. Por su parte, sentía una verdadera desesperación; repetía sin cesar: «Aplastado, el bulbo aplastado; ¡oh, Dios mío, Dios mío! ¡Aplastado!», luego, volviéndose hacia mí, me preguntó: «¿Pero no sería el único que tenía?»
-¿Os ha preguntado eso? -inquirió Cornelius, prestando atención.
-«¿Vos creéis que no era el único?», dijo mi padre. «Bueno, buscaremos los otros.» «Vos buscaréis los otros», gritó Jacob cogiendo a mi padre por el cuello; pero enseguida lo soltó. Y luego, volviéndose hacia mí, preguntó: «¿Y qué ha dicho el pobre hombre?» Yo no sabía qué responder. Vos me habíais recomendado que no dejase de sospechar jamás el interés que teníais en ese bulbo. Afortunadamente mi padre me sacó del aprieto. «¿Lo que ha dicho...? Se puso furioso.» «¿Cómo no iba a estar furioso -le dije-, si vos fuisteis tan injusto y tan brutal?» «¡Vaya! Pero ¿están todos locos? -gritó mi padre a su vez-. ¡Por haber aplastado una cebolla de tulipán!; las hay a centenares por un florín en el mercado de Gorcum.» «Pero tal vez menos preciosos que éste», tuve la desgracia de responder.
-¿Y qué dijo Jacob a esas palabras? -preguntó Cornelius.
-Debo confesar que, a esas palabras, me pareció que su mirada lanzaba destellos.
-Sí -apremió Cornelius-. Pero esto no sería todo. ¿Dijo algo?
-Dijo con voz melosa: «Así pues, bella Rosa, ¿vos creéis que esa cebolla era preciosa?» Entonces
comprendí que había cometido una falta. «¿Qué sé yo? -respondí negligentemente-. ¿Acaso conozco los tulipanes? Solamente sé que, por desgracia, estamos condenados a vivir con los prisioneros... y sé que para este prisionero cons tituía todo su pasatiempo. El pobre señor Van Baerle se entretenía con esa cebolla.