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Interrogada al respecto, Marguerite le confesó todo al duque, aconsejándole, sin segundas intenciones, que dejara de ocuparse de ella, porque no se sentía con fuerzas para mantener los compromisos adquiridos y no quería seguir recibiendo más tiempo los beneficios de un hombre a quien estaba engañando.
El duque estuvo ocho días sin aparecer ––eso fue todo lo que pudo hacer–– y al octavo día vino a suplicar a Marguerite que volviera a admitirlo, prometiéndole aceptarla como era, con tal de poder verla, y jurándole que moriría antes que hacerle un solo reproche.
Así estab an las cows tres meses después del regreso de Marguerite, es decir, en noviembre o diciembre de 1842.
III
El 16, a la una, me dirigí hacia la calle de Antin.
Desde la puerta de la cochera se oía gritar a los subastadores.
El piso estaba lleno de curiosos.
Se hallaban allí todas las celebridades del vicio elegante, examinadas con disimulo por algunas damas de la alta sociedad, que habían tomado una vez más la subasta como pretexto para poder ver de cerca a esas mujeres con las que nunca hubieran tenido oc asión de encontrarse y cuyos fáciles placeres tal vez envidiaban en secreto.
La duquesa de F... se codeaba con la señorita A..., una de las más tristes muestras de nuestras cortesanas modernas; la marquesa de T... vacilaba en comprar un mueble por el que pujaba la señora D..., la adúltera más elegante y conocida de nuestra época; el duque de Y..., que en Madrid pasa por arruinarse en París, en París por arruinarse en Madrid, y que en resumidas cuentas no gasta ni su renta, mientras charlaba con la señora M..., una de nuestras cuentistas más ocurrentes, que de cuando en cuando se digna escribir lo que dice y firmar lo que escribe, intercambiaba miradas confidenciales con la señora N..., esa bella paseante de los Campos Elíseos, casi siempre vestida de rosa o de azul, y que va en un coche tirado por dos grandes caballos negros que Tony le vendió por diez mil francos y... que ella pagó; en fin, la señorita R..., que sólo con su talento saca el doble de lo que las mujeres de mundo sacan con su dote y el triple de lo que las otras sacan con sus amores, había ido a pesar del frío a hacer algunas compras, y no era ella ciertamente a la que menos miraban.