La Dama de las Camelias (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

Página 12 de 158

.
Parece que el acento con que pronuncié mi última palabra convenció a mi antagonista: así que prefirió abandonar una lucha que no hubiera servido más que para hacerme pagar diez veces el precio del volumen e, inclinándose, me dijo con mucha amabilidad, aunque un poco tarde:
Me rindo, caballero.
Como nadie dijo nada, el libro me fue adjudicado.
Temiendo una nueva cabezonería, que mi amor propio tal vez habría apoyado, pero que mi bolsillo

habría llevado ciertamente muy a mal, di mi nombre, mandé apartar el volumen y bajé. Debí de dar mucho que pensar a aquella gente, que, testigo de la escena, sin duda se preguntaría con qué objeto había ido a pagar cien francos por un libro que podía conseguir en cualquier sitio por diez o quince francos como mucho.
Una hora después ya había mandado a buscar mi compra. En la primera página, a pluma y con una letra elegante, estaba escrita la dedicatoria del donante del libro. Dicha dedicatoria ponía sólo estas palabras:
Manon a Marguerite;
Humildad.

Estaba firmada: Armand Duval.
¿Qué quería decir la palabra Humildad?
Según la opinión del tal Armand Duval, ¿qué superioridad reconocía Manon en Marguerite: la del

desenfreno o la del corazón? La segunda interpretación era la más verosímil, pues la primera no hubiera sido más que una franqueza
impertinente, que no habría aceptado Marguerite, pese a la opinión que tuviera de sí misma. Salí otra vez y no volví a ocuparme del libro hasta por la noche, a la hora de acostarme. Manon Lescaut es realmente una historia conmovëdora que me conozco al detalle, y sin embargo, cuando
cae en mis manos ese volumen, mi simpatía por él me sigue atrayendo, lo abro y por centésima vez revivo con la heroína del abate Prévost. Y es que es una heroína tan real, que me parece haberla conocido. En aquellas nuevas circuñstancias la especie de comparación que se daba entre ella y Marguerite hacía que la lectura tuviera para mí un aliciente inesperado, y a mi indulgencia se añadía lá piedad, casi el amor por la pobre chica a cuya herencia debía yo el volumen. Manon había muerto en un desierto, es verdad, pero también en los brazos del hombre que la amaba con todas las energías de su alma y que, una vez muerta, le cavó una fosa, la regó con sus lágrimas y en ella sepultó su corazón; mientras que Margu erite, pecadora como Manon y quizá convertida como ella, había muerto en el seno de un lujo suntuoso, a juzgar por lo que yo había visto, en el lecho de su pasado, pero también en medio de ese desierto del corazón, mucho más árido, mucho más vasto, mucho más despiadado que aquel en el que había sido enterrada Manon.

Página 12 de 158
 

Paginas:
Grupo de Paginas:           

Compartir:



Diccionario: