La Dama de las Camelias (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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No se trata de colocar ingenuamente a la entrada de la vida dos postes, uno con esta inscripción: Ruta del bier, otro con esta advertencia: Ruta del mal, y decir a los que se presentan: «Escoged». Hay que enseñar, como Cristo, a los. que se han dejado tentar por los alrededores, los caminos que conducen de la segunda ruta a la primera; y sobre todo hay que evitar que el comienzo de estos caminos sea demasiado doloroso, ni parezca demasiado impenetrable.
Ahí está el cristianismo con su maravillosa parábola del hijo pródigo para aconsejarnos la indulgencia y el perdón. Jesús rebosaba de amor hacia esas almas heridas por las pasiones de los hombres, y le gustaba curar sus llagas sacando de esas mismas llagas el bálsamo que las sanaría. Así decía a Magdalena: «Mucho te será perdonado, porque has amado mucho», sublime perdón, que despertaría una fe sublime.
¿Por qué vamos a ser nosotros más rígidos que Cristo? ¿Por qué, ateniéndonos obstinadamente a las opiniones de este mundo, que se hace el duro para que lo creamos fuerte, vamos a rechazar con él a esas almas sangrantes muchas veces de heridas por las que, como la sangre mala de un enfermo, se derrama el mal de su pasado, en espera únicamente de una mano amiga que las cure y les devuelva la convalecencia del corazón?
Ahora me dirijo a mi generación, a aquellos para quienes las teorías de Voltaire han dejado por suerte de existir, a aquellos que, como yo, comprenden que la humanidad se encuentra desde hace quince años en uno de sus impulsos más audaces. La ciencia del bien y del mal ha sido adquirida de una vez para siempre; la fe se reconstruye, el respeto por las cosas santas nos ha sido devuelto y, si el mundo no es bueno del todo, al menos es mejor. Los esfuerzos de todos los hombres inteligentes tienden hacia el mismo fin, y todas las grandes voluntades van enganchadas al mismo principio: ¡seamos buenos, searnos jóvenes, seamos auténticos! El mal no es más que vanidad, tengamos el orgullo del bien, y sobre todo no desesperemos. No despreciemos a la mujer que no es madre, ni hermana, ni hija, ni esposa. No reduzcamos la estima a la familia, la indulgencia al egoísmo. Puesto que en el cielo hay más alegría por un pecador arrepentido que por cien justos que no han pecado nunca, intentemos alegrar al cielo.

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