Página 16 de 158
Mi criado, o por mejor decir mi portero, que me servía de criado, fue a abrir y me trajo una tarjeta, diciéndome que la persona que se la había entregado deseaba hablar conmigo. Eché un vistazo a la tarjeta y leí estas dos palabras:
Armand Duval
Me puse a pensar dónde había visto antes ese nombre, y me acordé de la primera hoja del volumen de
Manon Lescaut.
¿Qué podía querer de mí la persona que había dado aquel libro a Marguerite? Mandé que pasara en seguida el hombre que estaba esperando.
Vi entonces a un joven rubio, alto, pálido, vestido con un traje de viaje que parecía no haberse quitado en varios días ni tomado siquiera la molestia de cepillarlo al llegar a París, pues estaba cubierto de polvo.
El señor Duval, profundamente emocionado, no hizo ningún
esfuerzo por ocultar su emoción, y con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa me dijo:
Le ruego me disculpe por esta visita y esta ropa; pero, aparte de que entre jóvenes no nos preocupamos tanto de estas cosas, tenía tantos deseos de verlo a usted hoy mismo, que ni siquiera he perdido el tiempo bajándome en el hotel, donde he enviado mi equipaje, y he venido corriendo a su casa, por miedo de no encontrarlo a pesar de lo pronto que es.
Rogué al señor Duval que se sentara junto al fuego, como así hizo, a la vez que sacaba del bolsillo un pañuelo en el que ocultó un momento su rostro.
Debe de estar usted preguntándose ––prosiguió suspirando. tristemente–– qué quiere este visitante desconocido, a estas horas, con esta pinta, y llorando de tal modo. Sencillamente, vengo a pedirle un gran favor.
––Usted dirá. Estoy a su entera disposición.
¿Asistió usted a la subasta de Marguerite Gautier?
Ante aquella palabra, la emoción que había conseguido dominar un instante fue más fuerte que él, y se vio obligado a llevarse las manos a los ojos.
Debo de parecerle muy ridículo ––––añadió. Discúlpeme una vez más y créame que no olvidaré nunca la paciencia con que se digna escucharme.
––Caballero ––repliqué––, si el favor que, según parece, está en mi mano hacerle ha de calmar la pena que usted experimenta, dígame en seguida en qué puedo servirle, y encontrará usted en mí un hombre dichoso de poder complacerlo.