La Dama de las Camelias (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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A juzgar por los pensamientos que me asaltaron a mí, debió de ser una larga noche para Armand.
Cuando al día siguiente a las nueve de la mañana entré en su casa, estaba horriblemente pálido, pero parecía tranquilo.
Me sonrió y me tendió la mano.
Las velas estaban totalmente consumidas, y, antes de salir, Armand cogió una carta muy gruesa, dirigida a su padre, y confidente sin duda de sus impresiones de aquella noche.
Media hora después llegábamos a Montmartre. El comisario estaba ya esperándonos.
Nos encaminamos lentamente en dirección a la tumba de Marguerite. El comisario iba delante, y Armand y yo lo seguíamos a unos pasos.
De cuando en cuando sentía estremecerse convulsivamente el brazo de mi compañero, como si un escalofrío le corriera de pronto por el cuerpo. Entonces yo lo miraba; él comprendía mi mirada y me sonreía, pero desde que salimos de su casa no habíamos cruzado una palabra.
Un poco antes de llegar a la tumba Armand se detuvo para enjugarse el rostro, inundado de gruesas gotas de sudor.
Aproveché aquel alto para respirar, pues también yo tenía el corazó n oprimido como en un torno.
¿De dónde procede ese doloroso placer que experimentamos ante esta clase de espectáculos? Cuando llegamos a la tumba, el jardinero había retirado todos los tiestos, habían quitado el enrejado de hierro, y dos hombres cavaban la tierra.
Armand se apoyó contra un árbol y miró.
Toda su vida parecía estar concentrada en sus ojos.
De pronto, uno de los picos rechinó contra una piedra.
Al oír aquel ruido, Armand retrocedió como ante una conmoción eléctrica, y me apretó la mano con tal fuerza, que me hizo daño.
Un sepulturero cogió una ancha pala y vació poco a poco la fosa; luego, cuando no quedaron más que las piedras que cubrían el ataúd, las arrojó fuera una por una.
Yo observaba a Armand, pues temía que en cualquier instante sus emociones, visiblemente contenidas, acabaran por destrozarlo; pero él seguía mirando; tenía los ojos fijos y abiertos como en un acceso de locura, y sólo un ligero temblor de las mejillas y los labios demostraba que era presa de una violenta crisis
nerviosa.
De mí sólo puedo decir que lamentaba haber venido.
Cuando el ataúd quedó descubierto del todo, el comisario dijo a los sepultureros:

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