La Dama de las Camelias (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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VII
Las enfermedades como la que había cogido Armand tienen la ventaja de que o matan en el acto o se dejan vencer rápidamente.
Quince días después de los acontecimientos que acabo de contar, Armand estaba en plena convalecencia y nosotros unidos por una estrecha amistad. Apenas dejé su habitación durante todo el tiempo que duró su enfermedad.
La primavera había sembrado con profusión sus flores, sus hojas, sus pájaros, sus canciones, y la ventana de mi amigo se abría alegremente sobre el jardín, del que s ubían hasta él efluvios saludables.
El médico le había permitido que se levantara, y a menudo nos quedábamos charlando, sentados junto a la ventana abierta a la hora en que el sol calienta más, de doce a dos de la tarde.
Yo me guardaba muy bien de hablarle de Marguerite, temiendo siempre que ese nombre despertara tristes recuerdos adormecidos bajo la calma aparente del enfermo; pero Armand, por el contrario,. parecía complacerse en hablar de ella, no ya como otras veces, con lágrimas en los ojos, sino con una dulce sonrisa que me tranquilizaba respecto a su estado de ánimo.
Noté que, desde su última visita al cementerio, desde el espectáculo que desencadenó en él aquella crisis violenta, parecía que la enfermedad había colmado las medidas del dolor moral, y que la muerte de Marguerite ya no se le aparecía bajo el aspecto del pasado. De aquella certeza adquirida había resultado una especie de consolación, y, para arrojar la imagen sombría que a menudo se le representaba, se abismaba en los recuerdos felices de su relación con Marguerite y no parecía querer aceptar ninguno más.
Estaba el cuerpo demasiado agotado por el alcance a incluso por la curación de la fiebre para permitir al espíritu una emoción violenta, y la alegría primaveral y universal que rodeaba a Armand transportaba sin querer su pensamiento hacia imágenes risueñas.
Se había negado siempre obstinadamente a comunicar a su familia el peligro que corría y, cuando ya estuvo a salvo, su padre ignoraba todavía su enfermedad.
Una tarde nos quedamos a la v entana hasta más tarde que de costumbre. Había hecho un día magnífico, y el sol se dormía en un crepúsculo resplandeciente de azul y oro. Aunque estábamos en París, el verdor que nos rodeaba parecía aislarnos del mundo, y apenas si de cuando en cuando el ruido de un coche turbaba nuestra conversación.

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