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Así me enteré de su convalecencia y de su marcha a Bagnéres.
Luego pasó el tiempo; la impresión, si no el recuerdo, pareció borrarse poco a poco de mi espíritu. Via jé; relaciones, hábitos, trabajos ocuparon el sitio de aquel pensamiento y, cuando pensaba en aquella primera aventura, no quería ver en ella más que una de esas pasiones que suele uno tener cuando es muy joven, y de que poco tiempo después se ríe uno.
Por lo demás no tenía ningún mérito triunfar de aquel recuerdo, pues había perdido de vista a Marguerite desde su marcha y, como ya le he dicho, cuando pasó a mi lado en el pasillo del Variétés, no la conocí.
Llevaba un velo, es cierto; pero, por más velos que hubiera llevado dos años antes, no habría tenido necesidad de verla para reconocerla: la habría adivinado.
Lo que no impidió que mi corazón latiera cuando supe que era ella; y los dos años pasados sin verla y los resultados que aquella separación hubiera podido ocasionar se desvanecieron en la misma humareda con el solo rozar de su vestido.
VIII
Sin embargo ––continuó Armand tras una pausa––, aun comprendiendo que todavía estaba enamorado, me sentía más fuerte que entonces, y en mi deseo de volver a encontrarme con ella había también una voluntad de hacerle ver la superioridad que sobre ella había conseguido.
¡Con cuántos rodeos se anda el corazón y cuántas razones se da para llegar adonde quiere!
Así que no pude quedarme mucho tiempo en los pasillos, y volví a mi sitio del patio de butacas, lanzando una ojeada rápida a la sala, para ver en qué palco estaba ella.
Estaba en un palco proscenio de platea y completamente sola. Había cambiado mucho, como ya le he dicho, y ya no se veía en su boca aquella su so nrisa indiferente. Había sufrido, sufría aún. l
Aunque ya estábamos en abril, todavía iba vestida como en invierno y toda cubierta de terciopelo.
La miraba tan obstinadamente, que mi mirada acabó por atraer la suya.
Me observó unos instantes, tomó sus geme los para verme mejor, y sin duda creyó reconocerme, sin poder
decir positivamente quién era yo, pues, cuando volvió a dejar los gemelos, una sonrisa, ese encantador saludo de las mujeres, erró por sus labios para responder al saludo que parecía esperar de mí; pero yo no respondí, como para adquirir ventaja sobre ella y aparentar haberla olvidado cuando ella se acordaba de mí.