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––El.
––¿Entonces va a venir a recogerla?
––Dentro de un momento.
––¿Y a usted quién la acompañará?
––Nadie.
––Me ofrezco.
––Pero creo que está usted con un amigo.
––Entonces nos ofrecemos los dos.
––¿Qué amigo es ése?
––Es un muchacho simpático, muy ingenioso, y que estará encantado de conocerla.
––Bueno, de acuerdo; saldremos los cuatro después de esta pieza, pues ya conozco la última.
––Con mucho gusto; voy a avisar a mi amigo.
––Hala, vaya... ¡Ah! ––me dijo Prudence en el momento en que yo iba a salir––, ahí tiene al duque, que
entra en el palco de Marguerite. Miré. En efecto, un hombre de setenta años acababa de sentarse detrás de la joven y le daba una bolsa de
bombones, de la que ella en seguida sacó uno sonriendo, y luego lo alargó por encima del antepecho de su
palco, haciendo a Prudence una seña que podía traducirse por: ––¿Quiere? ––No ––dijo Prudence. Marguerite recogió la bolsa y, volviéndose, se puso a charlar con el duque. El relato de todos estos detalles parece una niñería, pero todo cuanto tenía relación con aquella chica está
tan presente en mi memoria, que no puedo dejar de recordarlo hoy. Bajé para avisar a Gaston de lo que acababa de disponer para él y para mí. Aceptó. Dejamos nuestras butacas para subir al palco de la señora Duvernoy. Apenas habíamos abierto la puerta del patio de butacas, cuando nos vimos obligados a detenernos para
dejar pasar a Marguerite y al duque, que se iban. Hubiera dado diez años de mi vida por estar en el sitio de l buen viejo. Una vez que llegaron al bulevar, la ayudó a acomodarse en un faetón que conducía él mismo, y
desaparecieron, llevados al trote por dos soberbios caballos. Entramos en el palco de Prudence. Cuando hubo terminado la pieza, bajamos y tomamos un simple simón, que nos condujo hasta la calle de
Antin, número 7. A la puerta de su casa Prudence nos invitó a subir para enseñarnos su tienda, que no conocíamos y de la que ella parecía sentirse muy orgullosa. Puede usted imaginarse la rapidez con que acepté.
Me parecía que iba acercándome poco a poco a Marguerite. Pronto conseguí que la conversación
recayera sobre ella. ––¿Está el viejo duque en casa de su vecina? ––dije a Prudence. ––No; ya estará sola.