La Dama de las Camelias (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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Un joven estaba apoyado contra la chimenea.
Marguerite, sentada ante el piano, dejaba correr sus dedos por las teclas, y empezaba fragmentos que no terminaba.
Aquella escena ofrecía un cariz de aburrimi ento, que en el hombre era producto de lo incómodo de su nulidad, y en la mujer, de la visita de aquel lúgubre personaje.
Al oír la voz de Prudence, Marguerite se levantó y, acercándose a nosotros tras cambiar una mirada de agradecimiento con la señora Duvernoy, nos dijo:
––Pasen, caballeros, y bienvenidos:
IX
Buenas noches, querido Gaston ––dijo Marguerite a mi compañero––. Me alegro mucho de verlo. ¿Por qué no ha entrado usted en mi palco del Variétés?
––Temía ser indiscreto.
––Los amigos ––y Marguerite hizo hincapié en esa palabra, como si quisiera dar a entender a los presentes que, pese a la familiaridad con que ella lo recibía, Gaston no era ni había sido nunca más que un amigo––, los amigos nunca son indis cretos.
––Entonces, ¿me permite usted que le presente a Armand Duval?
––Ya había autorizado a Prudence para que lo hiciera.
––Además, señora ––dije entonces, inclinándome y consiguiendo a duras penas emitir sonidos inteligibles––, ya tuve el honor de serle presentado.
Los ojos encantadores de Marg uerite parecieron buscar en su recuerdo, pero no recordó o pareció no recordar.
––Señora ––proseguí––, le agradezco mucho que haya olvidado aquella primera presentación, pues estuve muy ridículo y debí de parecerle muy aburrido. Fue hace dos años en la Opera Cómica; yo estaba con Ernest de***.
––¡Ah, ya recuerdo! ––repuso Marguerite con una sonrisa––. Pero no estuvo usted ridículo; fui yo la que me puse en plan bromista, como aún sigo haciendo a veces, aunque menos. ¿Me ha perdonado usted?
Me tendió su mano, y yo se la besé.
––Es cierto ––prosiguió––. Imagínese, tengo la mala costumbre de querer poner en aprietos a la gente que veo por primera vez. Es una estupidez. Mi médico dice que es porque soy nerviosa y estoy siempre delicada: crea a mi médico.
Pues tiene usted muy buen aspecto.
––¡Oh, he estado muy enferma!
Ya lo sé.
––¿Quién se lo ha dicho?
––Todo el mundo lo sabía; vine con frecuencia a preguntar por usted, y me alegré mucho cuando me enteré de su convale cencia.
––No me han entregado nunca su tarjeta.

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