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––Adiós, señora.
Marguerite se levantó.
––Adiós, querido conde, ¿ya se va usted?
––Sí, me temo que estoy aburriéndola.
––No me aburre usted hoy más que otros días. ¿Cuándo volveremos a verlo?
––Cuando usted me lo permita.
––¡Entonces, adiós!
Reconocerá usted que aquello era cruel.
Por suerte el conde tenía muy buena educación y un carácter excelente. Se contentó con besar la mano que Marguerite le tendía con no poca indolencia, y salió tras habernos saludado.
En el momento en que franqueaba la puerta miró a Prudence.
Esta se encogió de hombros con un aire que parecía significar: «¿Qué quiere usted? He hecho todo lo que he podido».
––¡Nanine! ––gritó Marguerite––. Alumbra al señor conde.
Oímos abrir y cerrar la puerta.
––¡Por fin se ha ido! ––exclamó Marguerite, volviendo a aparecer––. Ese muchacho me pone los nervios de punta.
––Hija mía ––dijo Prudence––, hay que ver lo mala que es usted con él, con lo bueno y atento que es él con usted. Sin ir más lejos, ahí tiene en la chimenea ese reloj que le ha dado, y que estoy segura de que le ha costado mil escudos por lo menos.
Y la señora Duvernoy, que se había acercado a la chimenea, 3 jugueteaba con la joya de que hablaba mientras le lanzaba miradas codiciosas.
––Amiga mía ––dijo Marguerite, sentándose al piano––, cuando sopeso por un lado lo que me da y por otro lo que me dice, aún me parece que sus visitas le salen baratas.
––El pobre muchacho está enamorado de usted.
––Si tuviera que escuchar a todos los, que están enamorados den mí, no tendría tiempo ni para cenar.
Y dejó correr sus dedos por el piano, tras lo cual, volviéndose hacia nosotros, nos dijo:
––¿Quieren tomar algo? Yo beberla con gusto un poco de ponche.
––Y yo comería con gusto un poco de pollo ––––dijo Prudence¿Y si cenáramos?
––Eso es, vámonos a cenar ––dijo Gaston.
––No, vamos a cenar aquí.
Llamó. Apareció Nanine.
––Di que vayan a buscar algo de cenar.
––¿Qué hay que traer?
––Lo que quieras, pero en seguida, en seguida.
Nanine salió.
––Eso es ––dijo Marguerite, saltando como una niña––, vamos a cenar. ¡Mira que es aburrido ese imbécil del conde!
Cuanto más veía a aquella mujer, más me encantaba.