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El salón, como ya sabe usted, era una maravilla. Marguerite nos acompañó un poco, luego llamó a Gaston y pasó con él al comedor para ver si la cena estaba lists.
––¡Vaya! ––dijo Prudence en voz bien alts, mirando hacia un estante y cogiendo una figura de porcelana de Sajonia––. ¡No sabía yo que tenía usted aquí este hombrecito!
––¿Cuál?
––Un pastorcillo que tiene una jaula con un pájaro.
––Lléveselo, si le gusta.
––Ah, pero no quisiera que se queda ra sin él.
––Iba a dárselo a mi doncella; me parece horroroso; pero, si le gusta, lléveselo.
Prudence no vio más que el regalo y no cómo se lo habían hecho. Apartó el hombrecilIo y me Ilevó al cuarto de aseo, donde, enseñándome dos miniaturas a juego, me d ijo:
––Ahí tiene al conde de G..., que estuvo muy enamorado de Marguerite; fue él quien la lanzó. ¿Lo conoce usted?
––No. ¿Y ésta? ––pregunté, señalando la otra miniatura.
––Es el vizcondesito de L... Se vio obligado a marcharse.
––¿Por qué?
––Porque estaba casi arruinado. ¡Ese sí que quería a Marguerite!
––Y ella también lo querría mucho sin duda.
––Con una chica tan rara como ésta una no sabe nunca a qué atenerse. La noche del día en que él se fue, ella estaba en el teatro, como de costumbre, y sin embarg o había llorado en el momento de la despedida.
En aquel momento apareció Nanme anunciándonos que la cena estaba servida.
Cuando entramos en el comedor, Marguerite estaba apoyada contra la pared, y Gaston, que la tenía cogida de las manos, estaba hablándole en voz baja.
––Está usted loco ––le respondía Marguerite––. Sabe usted de sobra que no me interesa. A una mujer como yo nadie le pide ser su amante al cabo de dos años de conocerla. Nosotras nos entregamos en seguida
o nunca. Vamos, señores, a la mesa. Y, liberándose de las manos de Gaston, nos hizo sentar a él a su derecha, a mí a su izquierda, y luego dijo
a Nanine:
––Antes de sentarte, ve a decir en la cocina que si llaman no abran.
Tal orden se daba a la una de la mañana.
Reímos, bebimos y comimos mucho en aquella cena. Al cabo de unos instantes la alegría había descendido a los últimos límites y, entre grandes aclamaciones de Nanine, de Prudence y de Marguerite, de cuando en cuando estallaban esas palabras que a ciertas gentes les hacen mucha gracia y que manchan siempre la boca que las dice.