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Para aquella santa mujer, monseñor Myriel era a la vez su hermano y su obispo; lo amaba y lo veneraba con toda su sencillez.
Al cabo de algún tiempo afluyeron las ofrendas de dinero. Los que tenían y los que no tenían llamaban a la puerta de monseñor Myriel, los unos yendo a buscar la limosna que los otros acababan de depositar. En menos de un año el obispo llegó a ser el tesorero de todos los beneficios, y el cajero de todas las estrecheces. Grandes sumas pasaban por sus manos pero nada hacía que cambiara o modificase su género de vida, ni que añadiera lo más ínfimo de lo superfluo a lo que le era puramente necesario.
Lejos de esto, como siempre hay abajo más miseria que fraternidad arriba, todo estaba, por decirlo así, dado antes de ser recibido.
Es costumbre que los obispos encabecen con sus nombres de bautismo sus escritos y cartas pastorales. Los pobres de la comarca habían elegido, con una especie de instinto afectuoso, de todos los nombres del obispo aquel que les ofrecía una significación adecuada; y entre ellos sólo le designaban como monseñor Bienvenido. Haremos lo que ellos y lo llamaremos del mismo modo cuando sea ocasión. Por lo demás, al obispo le agradaba esta designación.
-Me gusta ese nombre -decía: Bienvenido suaviza un poco lo de monseñor.
III:
Las obras en armonía con las palabras
Su conversación era afable y alegre; se acomodaba a la mentalidad de las dos ancianas que pasaban la vida a su lado: cuando reía, era su risa la de un escolar.
La señora Magloire lo llamaba siempre "Vuestra Grandeza". Un día monseñor se levantó de su sillón y fue a la biblioteca a buscar un libro.
Estaba éste en una de las tablas más altas del estante, y como el obispo era de corta estatura, no pudo alcanzarlo.
-Señora Magloire -dijo-, traedme una silla, porque mi Grandeza no alcanza a esa tabla.
No condenaba nada ni a nadie apresuradamente y sin tener en cuenta las circunstancias; y solía decir: Veamos el camino por donde ha pasado la falta.
Siendo un ex pecador, como se calificaba a sí mismo sonriendo, no tenía ninguna de las asperezas del rigorismo, y profesaba muy alto, sin cuidarse para nada de ciertos fruncimientos de cejas, una doctrina que podría resumirse en estas palabras: