Los miserables (Víctor Hugo) Libros Clásicos

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Era el viajero a quien hemos visto vagar buscando asilo. Entró, dio un paso y se detuvo, dejando detrás de sí la puerta abierta. Llevaba el morral a la espalda; el palo en la mano; tenía en los ojos una expresión ruda, audaz, cansada y violenta. Era una aparición siniestra.
La señora Magloire no tuvo fuerzas para lanzar un grito. Se estremeció y quedó muda a inmó vil como una estatua.
La señorita Baptistina se volvió, vio al hombre que entraba, y medio se incorporó, aterrada. Lue go
miró a su hermano, y su rostro adquirió una expresión de profunda calma y serenidad.
El obispo fijaba en el hombre una mirada tranquila.
Al abrir los labios sin duda para preguntar al recién llegado lo que deseaba, éste apoyó ambas manos en su garrote, posó su mirada en el anciano y luego en las dos mujeres, y sin esperar a que el obispo hablase dijo en alta voz:
-Me llamo Jean Valjean: soy presidiario. He pasado en presidio diecinueve años. Estoy libre desde hace cuatro días y me dirijo a Pontarlier. Vengo caminando desde Tolón. Hoy anduve doce leguas a pie. Esta tarde, al llegar a esta ciudad, entré en una posada, de la cual me despidieron a causa de mi pasaporte amarillo, que había presentado en la alcaldía, como es preciso hacerlo. Fui a otra posada, y me echaron fuera lo mismo que en la primera. Nadie quiere recibirme. He ido a la cárcel y el carcelero no me abrió. Me metí en una perrera, y el perro me mordió. Parece que sabía quién era yo. Me fui al campo para dormir al cielo raso; pero ni aun eso me fue posible, porque creí que iba a llover y que no habría un buen Dios que impidiera la lluvia; y volví a entrar en la ciudad para buscar en ella el quicio de una puerta. Iba a echarme ahí en la plaza sobre una pie dra, cuando una buena mujer me ha señalado vuestra casa, y me ha dicho: llamad ahí. He llama do: ¿Qué casa es ésta? ¿Una posada? Tengo dinero.
Ciento nueve francos y quince sueldos que he ganado en presidio con mi trabajo en diecinueve años.
Pagaré. Estoy muy cansado y tengo hambre: ¿queréis que me quede?
-Señora Magloire -dijo el obispo-, poned un cubierto más.
El hombre dio unos pasos, y se acercó al velón que estaba sobre la mesa.

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